El cambio climático es uno de los imperativos de la convulsa realidad de estos tiempos. En Australia pocos temas centran la atención tanto de los gobernantes como de la gente común. En la isla-continente, uno de los países con más emisiones de carbono por persona, las diversas posiciones al respecto en la esfera política tienen un peso insospechado. En ocasiones, deciden.
Recientemente fue sustituido el primer ministro Kevin Rudd, luego de perder los altos niveles de popularidad con que asumió el cargo. Si bien había logrado una gran aceptación durante sus dos primeros años de mandato, los últimos meses fueron decisivos para el ascenso de Julia Gillard, quien hasta el momento se había desempeñado como viceprimera ministra.
Según los expertos, entre los desaciertos de Rudd pesó sobremanera su incapacidad para combinar su discurso sobre cambio climático y el accionar del ejecutivo al respecto.
Había dicho que el cambio climático «es el mayor desafío moral de nuestra generación». Al parecer no pudo implementar una política coherente en esta línea, y esta se convirtió en una de las razones de su sustitución. Demasiado miedo del Partido Laborista a perder las próximas elecciones.
Muchos recuerdan que entre las causas que catapultaron la victoria electoral de Rudd en 2007 estuvo que sus políticas referidas al cambio climático resultaron más atractivas que las de su antecesor John Howard (1996-2007). Lo cierto es que la decisión de reducir, para 2020, entre un cinco y un 15 por ciento de emisiones de gases contaminantes en relación con los registros de 2000, fue ampliamente criticada. Y la situación empeoró tras el fracaso de la legislación sobre el comercio de carbono, iniciativa que fija precios a las emisiones en un intento por alentar a los principales contaminantes a reducirlas.
Aunque Julia Gillard se enfrenta a todo ese legado, tiene claro que el cambio climático deberá ser su prioridad. Más si pretende ser ratificada en el cargo. Sin contar que también deberá lidiar con otros temas igualmente espinosos entre los que se incluye el intento de llegar a un acuerdo con las empresas mineras sobre un impuesto sobre las superganancias del sector, que su antecesor dejó pendiente.
Una encuesta del Instituto Lowy para las Políticas Internacionales, y citada por IPS, aseguró que el 72 por ciento de los australianos consultados desean que su país tome medidas serias para reducir las emisiones de carbono, incluso si no se llega a un acuerdo mundial posterior al Protocolo de Kyoto. Los resultados muestran que la gente común, quienes votan, necesita estar segura de que el Gobierno de Australia esté claro sobre la prioridad, sobre todo después del fiasco de Copenhague.
Organizaciones como la filial Australia-Pacífico de Greenpeace, o la Fundación Australiana para la Conservación, a través de sus representantes, pidieron a la nueva dirigente coherencia con las posiciones medioambientales declaradas, y el cumplimiento de las promesas.
Todavía es muy pronto para augurar la posición definitiva del nuevo ejecutivo, más allá de las buenas intenciones. De lo que sí no podrá escapar es del peso de sus acciones y sus incidencias directas en el destino político de la nación, especialmente si se trata de cambio climático. El caso Rudd fue un adelanto. Ya debieron tomar nota.