Un desconocido, a una buena amiga mía:
—Yo te conozco de alguna parte. ¿De dónde será?
—Mmm, ¿de la Facultad de Medicina? ¿Tal vez de…?
—No, chica, no… ¿Tú y yo no «descargamos» alguna vez?
Ella se molestó, al punto de desear espantarle un soplamocos. Pero se contuvo, y se limitó a responderle, ¡entonces sí que sin dudarlo!, que no se conocían de ningún lugar del planeta…
Bueno, ¿y qué es eso de «descargar», se preguntará el lector común. ¿Acaso ir al puerto a estibar sacos? ¿O pasar un rato entre boleros, acompañado de buenos amigos y de alguna cerveza que ayuda a escapar tímidamente de la canícula?
No. Explico: descargar, en una acepción que espero que la Real Academia jamás recoja, es establecer relaciones carnales al azar para «pasar el momento», o compartir, no la música ni la libación, sino… ¡la pareja! Una verdadera «solidaridad» de lo no compartible, pero que, en los días que nos hacen correr, es visto por ciertos individuos como «lo último de lo último».
¡Pues mira tú!, que como nihil novo sub sole («nada hay nuevo bajo el sol», según se traduce de la lengua de Marco Aurelio), el cambia-cambia era costumbre, precisamente, en las francachelas que se armaban en los palacios de los césares. Que si el senador Chichus Cojorum se empataba con Livia la Caimana, esposa del cónsul Ronaldiñus Brasiliorum, que a su vez se entregaba a los brazos de la dama de aquel, que deja-que-te-coja, que suéltame-pillín…
Así que la cosa no es muy contemporánea que digamos, para sorpresa de estos innovadores, quienes, quizá un poco «filosóficos», te citan, para validar su dudosa manera de ver las relaciones de pareja, aquello de «ama y haz lo que quieras», genial sentencia de un antiguo pensador. Pero un reducido concepto de lo que significa amar, los hace entender que ya cumplen la condición y hacen lo que les viene en gana —«que para eso soy libre»— con tal de satisfacer sus apetitos, ¡y el mundo que arree! ¿Responsabilidad? ¿Escrúpulos por el daño que puede acarrearles a los demás su comportamiento desordenado? «¡Bah!».
No imagino, la verdad, cómo alguien puede tener tan voluminoso tenis alojado en el cráneo y tan poca vergüenza en el rostro, como para abordar a una muchacha con una pregunta tan soez. Algunas mujeres pensarán, no obstante, que eso no resulta ni una pizca de ofensivo, en comparación con las frases que les lanzan ciertos «caballeros» de esta modernidad, armados de una increíble capacidad para olvidar que ellos mismos tienen madres y hermanas.
Sin embargo, más allá de lo «duro» o «suave» de una expresión, lo deprimente sería que en algún momento llegue a verse como «sencillamente normal» hacerle a alguien una pregunta de ese tipo, no más topárselo en la vía pública, porque ese macarrónico modo de sostener relaciones y «disfrutar» se haya vuelto también un signo de «desprejuicio». ¡Abajo los tabúes! ¡A la alcantarilla todos los convencionalismos!, dirá algún «adelantado», mientras le suelta a una muchacha: «¿Qué tal? ¡Magnífico día para descargar!, ¿no te parece?»
Lamentable, preocupante, que la frontera entre lo íntimo y lo público, y entre lo moralmente defendible y lo abiertamente grotesco, se vaya haciendo, en algunos contextos, cada vez más difusa, y que se brinque de un espacio a otro como una chiva salta una cerca. Antes solía ser más alta —la cerca, no la chiva—, pero en la actualidad algunos la han dejado bien bajita, y han hecho de los dos sitios uno solo. A veces incluso creen que los demás están preparados para soportarles sus «salidas de frecuencia», y desearían arrastrarlos con ellos hacia su infeliz visión de la «felicidad»…
¿Acaso no es como para «descargarlos»…?