El toque de queda decretado por el gobierno tailandés se extenderá hasta el domingo. El centro de Bangkok, donde durante dos meses mantuvieron sus protestas unos 3 000 manifestantes pertenecientes al Frente Unido para la Democracia Contra la Dictadura (UDD), más conocido por los Camisas Rojas, mostraba huellas evidentes del caos vivido en los últimos días. El desalojo y la violencia fue el método escogido para poner fin a una crisis que tambalea el equilibrio de la nación asiática, pero difícilmente pueda terminar con el mal de fondo: la fragmentación de la sociedad tailandesa.
Los seguidores del derrocado primer ministro, Thaksin Shinawatra —que juntos a otros miles de personas se concentraban en los campamentos improvisados a lo largo de la ciudad, incluyendo a mujeres, ancianos, niños, monjes, gente pobre de las áreas rurales del norte y noreste del país— no comprenden la rendición de siete de sus principales líderes, los mismos que durante dos meses los impulsaron a la lucha y a la resistencia. La frustración y la impotencia acompañaron los actos de muchos de los Camisas Rojas, cuando el miércoles el ejército, luego de llamarlos a la rendición, desalojó a punta de cañón sus posiciones. Entonces ya no hubo cómo parar la violencia, e importantes edificios del centro fueron incendiados, mientras al menos seis antigubernamentales murieron en los enfrentamientos.
Hace solo una semana atrás, la crisis dio indicios de una solución cuando ambas partes estuvieron de acuerdo en seguir la hoja de ruta para la reconciliación propuesta por el gobierno que encabeza el primer ministro Abhisit Vejjajiva.
Tras el nuevo y devastado escenario no queda claro qué pasará con la disolución del Parlamento y la celebración de elecciones el próximo 14 de noviembre, acciones pautadas en ese acuerdo.
Mientras el ejército asegura que todo vuelve a la normalidad, la realidad podría estar muy lejos de esa afirmación. Demasiada gente llorando a los suyos: desde que comenzaron las protestas, el pasado 14 de marzo, unas 70 personas han muerto —53 en la última semana—, y más de 1 600 fueron heridas.
Muchos rumian sus frustraciones, desde los antigubernamentales hasta quienes viven en el centro y han visto fracasar sus negocios o asisten al descalabro de la industria turística del país o de toda su vida. La «normalidad» parece lejana.
Antes de la incursión del ejército, uno de los líderes de los Camisas Rojas hizo un llamado a «continuar la lucha política».
«Ustedes saben que nunca los abandonaré, pero ha llegado el momento de evitar más muertes, porque es a nuestros Camisas Rojas a quienes están matando», aseguró antes de rendirse a las fuerzas gubernamentales.
Este viernes, el Primer Ministro tailandés aseguró que hará falta un gran esfuerzo para llegar a la concordia nacional, pero sin aludir a las elecciones anticipadas reclamadas por la oposición.
Si bien algunos analistas habían vaticinado el fracaso de la reconciliación desde un inicio, por considerarla «retórica», el mero hecho del diálogo ya constituía un paso de avance. Sin embargo, el desenlace de los acontecimientos no augura paz ni en la antes sitiada Bangkok, ni en las provincias de donde provienen buena parte de los Camisas Rojas, hasta donde se había extendido la espiral de violencia.
El punto final después del caos está por colocarse. El humo, las calles ensangrentadas de Bangkok, la aparente calma, muestran evidencias de la profunda fractura que sufre la sociedad. Quienes padecen el conflicto esperan soluciones, mientras respiran un aire que solo les trae incertidumbre en una tierra arrasada por el caos político.