Innumerables veces al ventilar fenómenos y tendencias no pasamos más allá de la punta de la nariz. Cuando nos enredamos en dar nuevas explicaciones a viejos problemas, solemos atascarnos en lo provisional, lo accidental, lo contingente, eventual o inmediato.
Parapetos de temporada los denomina un amigo, detrás de los cuales no penetran las flechas de la cordura. Son casi ya patrimonio de la sátira criolla, las justificaciones que se esgrimen ante diversas deficiencias de fondo. Por mencionar un caso, el que la agricultura no llenó nuestra mesa, al paso de un año, a consecuencia de la sequía, o por las intensas lluvias, o quién sabe cuántas otras anomalías de diversos tipos…
Olvidamos a veces que la sociedad, la política y la economía, discurren como cadenas de derivaciones, secuencias continuas de causas y efectos, que florecen o estallan por alguna parte, pero cuyos enlaces siempre provienen del pasado, ese espacio que aguijonea o pesa, depende de cómo lo hayamos construido.
Así nos encontramos con que planicies que antes extasiaban de olor a melaza, o montañas que bajeaban con el aroma de la cafeína, ahora hieden a explicaciones. Cada almanaque aparecen descargos circunstanciales para hacernos entender el signo eventual de la mala suerte.
Cuba amaneció en fecha reciente, recordemos, con la noticia de que había realizado la peor zafra azucarera desde 1905. Y no bastan cuatro análisis o datos técnicos para hacernos entender lo sucedido. No estamos ventilando más o menos cifras tecnocráticas, alguna serie de datos fríos que saltaron de un año a otro. Se trata precisamente de alguna parte muy sensitiva de lo que fuera el corazón económico y hasta espiritual del archipiélago durante siglos.
Más allá de lo que pasó entre el 2009 y el 2010, el emporio azucarero de la Isla viene en picada constante desde hace bastante tiempo. Algunas consecuencias las arrastramos desde antes incluso de que Cuba perdiera las ventajas de un mercado seguro y justo para el azúcar entre el ex campo socialista.
Desde entonces ya se visualizaban determinados males, algunos de los cuales nos acompañan ahora: gigantismo tecnológico industrial, el desproporcionado carácter extensivo de los sembradíos, las formas de organización agrícola que daban escasas perspectivas de bienestar a los obreros del campo y desestimulaban los rendimientos, falta de maleabilidad tecnológica en correspondencia con las altas y bajas del mercado azucarero, zancadillas a la meca de la economía criolla.
Lo preocupante es que la radical reestructuración de esta industria nacional, con sus no pocos desgarramientos —incluyendo los sentimentales—, no logró hasta hoy las esperanzas que abrió, lo esencial que perseguía: hacerla más moderna, rentable y eficiente.
La reducida cadena industrial y agrícola actual está aquejada, al parecer, de no pocos de los mismos añejos males de cuando era la protagonista económica de la Isla. Al menos es lo que se respira en informes sobre los traspiés de cada contienda, con independencia de si, como ardilla saltarina, sube o baja algún poquillo. En definitiva parece que tenemos una industria más pequeña con parecido tamaño de los males.
Para no ir más lejos, la ANAP, cuyo Congreso tiene lugar este fin de semana, incentiva actualmente un movimiento político que ofrece «medalla de oro» a los labriegos que alcancen 50 000 arrobas de caña por caballería, en un esfuerzo por apoyar la recuperación de los rendimientos agrícolas… Con cifras muy cercanas a esa en alguna época se demolían los campos.
Los mismos razonamientos podrían trasladarse a la producción cafetalera, en caída también durante muchos años, pese a proyectos y más proyectos en interés de reponerla. En todo ese tiempo, también de manera alternativa, sequías, intensas lluvias, o diversas eventualidades cargaron con buena parte de las culpas.
Era yo un aprendiz de periodista cuando autoridades del ramo nos hablaban de planes para rejuvenecer las plantaciones. Más de una década después enfrentamos los mismos, y aún más agudizados desafíos, para oxigenar las arterias cafetaleras del país.
Así que debemos alzarnos definitivamente sobre la simbólica punta de la nariz, para mirar más lejos hacia atrás, y medir mejor hacia adelante, no vaya a ser que sigamos moliendo lo circunstancial con lo estratégico.