Imagine que, en un restaurante, usted ordena un café. Lo saborea, y un rato después pide la cuenta: «Son 12 127 pesos», le informa el dependiente. Sus reacciones pueden ser dos: la primera, en un arranque, poner patas arriba el local, y la segunda, pedir permiso para ir un momento al baño ¡y saltar por la ventana!
Ah, pues ahora mismo, mientras usted lee esto, en Islandia unos se han rebelado y otros han ido discretamente al toilette. Los primeros son los que acaban de decir NO en un referéndum para determinar si el país debe devolverles a Gran Bretaña y Holanda los 3 900 millones de euros que esos países pagaron a los ahorristas británicos y holandeses que perdieron su dinero cuando quebró el banco islandés Icesave, en 2008. El Parlamento de la isla sí quería: había elaborado una ley para devolver la plata, pero el presidente Olaffur Grimsson se negó a firmarla, buen oidor del rechazo popular a tener que pagar por el lío que armaron los especuladores bancarios.
Si le ponemos cifras a ese «lío», suena tan hermoso como que, repartida la deuda, cada ciudadano islandés —la población es de 320 000 habitantes— debe 12 127 euros (sí, sí, lo mismo que el hipotético café), a pagar hasta el año 2024 y con una tasa de interés del 5,5 por ciento. No sería ningún problema si fueran los ciudadanos comunes quienes hubieran gastado el dineral, pero sucede que fueron los banqueros, y ahora aquellos tienen que asumir la cuenta.
Es curioso que, de todos modos, el plan de pago que los islandeses hicieron trizas en las urnas no es el definitivo, pues Londres y La Haya han dicho estar dispuestos a dar facilidades. «Uno no puede simplemente ir a un pequeño país como Islandia y decir (...) “Paguen todo ese dinero de inmediato”», afirmó «condescendiente» el ministro de Finanzas británico, Alistair Darling.
Hay entonces mayor «flexibilidad», pero primero se hunde la isla en el Atlántico antes de que quede sin pagar un solo céntimo a los acreedores. Si no lo hace, ni el Fondo Monetario Internacional (FMI) le hará nuevos préstamos, ni varios miembros de la Unión Europea dejarán de vetar su entrada al bloque comunitario, prioridad número uno para Reykjavik, que otrora blasonaba del «emprendedor espíritu vikingo», y hoy, vapuleada por la especulación y la regla del «no hay reglas», se apura por cobijarse en Bruselas.
Si el FMI alarga la mano, ya sabemos que con ella va ofrecido el grillete. ¿Qué salida queda? ¡La ventana! Es decir, largarse, surcar el reino de Niord (el dios de la navegación en la mitología nórdica) y plantar el pie lejos de donde a uno le pidan responsabilidades por platos que no rompió.
Es lo que hicieron 10 612 personas en 2009: irse, mientras que solo 5 777 llegaron al país, según la Oficina de Estadísticas local. La balanza se inclina hacia los que se van porque ven su futuro comprometido por el callejón de difícil salida que las deudas han levantado. Y los números serían pequeños en cualquier otro sitio, pero reitero lo que arroja el censo: son solo 320 000 habitantes. Un puñado, lo que se dice…
¿Se marcharán entonces quienes no quieran hacer la «dieta» de recortes de gastos que indefectiblemente vendrá? ¿O estallarán en ira por el exagerado precio del café y harán caer al gobierno (no será el primero)?
Una de dos. ¡O las dos!