Cuando Elpidio Valdés, según una escena del gracioso dibujo animado, recibió los grados de coronel —que lo designaban líder de su tropa— llegó a expresar con candor: «¡A sus órdenes!». Tuvieron que advertirle: «Muchacho, tú eres el jefe». Pero Elpidio repitió las mismas palabras; entonces le dijeron a coro: «¡Muchacho, que ya eres el jefe!».
Traslado hoy este pasaje ficticio de la pequeña pantalla a estas páginas rebeldes porque, de algún modo, está relacionado con ciertas circunstancias de la realidad, aquellas en las que las personas no se percatan, en primera instancia, de su papel en la sociedad y en la vida.
Es una suerte que, de inmediato, Elpidio comprendió el peso que tenía sobre sus hombros y fue un gran guía en el campo de batalla. Sin embargo, en la cotidianidad de la Cuba del presente algunos no han interpretado todavía, después de tanto tiempo, la trascendencia de su encargo social.
Desde hace buen tiempo, por ejemplo, uno viene escuchando frases como estas: «Nosotros estamos dispuestos, cuando llegue el momento, a asumir cualquier responsabilidad», o «somos el futuro de la nación», o «un día nos tocará a nosotros». Y, al interpretar esos enunciados, uno vislumbra cierta lejanía, cierta inconexión temporal, cuando en verdad ya el «momento» ha llegado o nos está pasando literalmente por encima.
En estos días, en una asamblea previa al IX Congreso de la Juventud, el Primer Vicepresidente cubano, José Ramón Machado Ventura, insistió en que desde hace rato la continuidad revolucionaria sobrevino y no es menester ya seguir repitiendo el «cuando nos toque».
Y no se trata de estar aspirando a puestos en el pináculo del Estado o de las organizaciones rectoras de la sociedad, sino de entender que el poder se ha de ejercer fundamentalmente «desde abajo» y desde las instituciones que deberían garantizar la continuidad del socialismo en nuestra patria.
Por eso, el «cuando nos toque» no debe ni puede interpretarse como la antorcha que tomaremos por decreto natural cuando la dirigencia histórica de la Revolución no esté, porque se correría el grave peligro de trazar una línea que delimite el antes y el después. Y, también por eso, es necesario traducir ahora, en vida de esos conductores gloriosos de esta gesta, que hoy portamos juntos esa antorcha y que mañana tendrá que pasar, por ley del destino, no a una generación exclusiva de personas más jóvenes sino a sucesivas generaciones de revolucionarios.
Si, desde estos tiempos, no comprendemos que la funcionalidad del socialismo no depende —como nos han expuesto Fidel y Raúl— de la autoridad ni del talento de una persona o de un grupo de personas, podemos extraviarnos en el largo camino y dejarnos apagar, por cualquier viento o llovizna, esa antorcha, que es más que luz. Lo mismo sucedería si no discernimos que el socialismo se hace entre todos.
Ese «ya nos toca», que tampoco resulta tan fácil como se dice, consiste en entender de verdad y no superficialmente las lecciones de la historia, esas que nos subrayan que Martí, cuando era inevitable la continuidad generacional después de 27 años del inicio de la primera contienda, no trazó surcos divisorios entre pinos añejos o mozos, sino que vio erguirse, en torno al tronco negro de los pinos viejos, «los racimos gozosos de los pinos nuevos».