AUNQUE tengo raíz campesina, cercana en mi árbol genealógico por la figura de mis abuelos paternos, de la vida en el campo me van quedando cada vez menos y difusos recuerdos.
Con tozudez los sigo conservando como los mejores de mi vida, como creo haría cualquier otro con el alma plantada tierra adentro. Pero presiento que hasta entre quienes se nos persiste en llamar, eufemísticamente, como los «del interior del país», el coloquial «compay» se nos ha ido apagando del espectro auditivo.
Y no se trata de morriñas a la vuelta de la media rueda, o de meras inquietudes lingüísticas. Me conmueve que sea destello de un fenómeno amodorrado: el marchitamiento de nuestra idiosincrasia campesina, uno de los pilares más importantes sobre los cuales se sostiene la identidad nacional.
Y es que, como reza el eslogan de Palmas y Cañas, donde indiscutiblemente nació lo cubano fue en esa vasta porción de nuestra geografía. Por suerte para todos, todavía a la vuelta de más de 500 años del «descubrimiento» de Colón, ese es nuestro mayor espacio y no solo para pasear.
Me pregunto si reverenciamos al campo y a sus habitantes en la medida necesaria, cual parte de una nación que alguna vez proclamaba orgullosa, a los cuatro vientos, su condición de país eminentemente agrícola.
Me resulta cuando menos desconcertante tener que escuchar, a estas alturas, a dos coterráneos gastando neuronas por concluir en quién es el más «urbano» o «citadino», aunque del monte los separe apenas un pariente.
Como mismo me ocupa la visión que abonamos sobre costumbres portadoras de legítimos valores cívicos e identitarios, aún me ruborizo cuando rememoro otra porfía espectacular de la cual fui testigo.
A la sombra de una guásima, dos adolescentes —hijos de una familia campesina— y sus amigos se disputaban cuál usaba la marca más cotizada de zapatos, el vestuario más emperifollado o poseía el último grito de los «dvcdvcsss».
Tampoco se trata de cerrar los ojos ante los vientos de modernidad de este «contaminado» siglo XXI. Un vecino me sugirió que bajara la guardia, pues son solo «cosas del adelanto», de las influencias de las shopping, y que no son realidades exclusivas de Cuba. Sin embargo, lo más desconcertante fue escuchar a uno de los padres de los chicos aupándolos a «luchar» para que mañana no tuviesen que «doblar el lomo en el surco».
Acompañando el debate y las medidas puestas en marcha para hacer más provechosas y eficientes nuestras tierras y organizaciones productivas ligadas a ellas, el constante fomento de la cultura y las tradiciones campesinas debería marchar a la par de lo anterior, enyugados con frontiles de seda.
Comenzando por lo que nos toca, me pregunto si hemos escudriñado en estas realidades lo suficiente, para vislumbrar sus debilidades, contradicciones y fortalezas.
Me pregunto si los sujetos y estructuras designadas para ello están laborando con entera conciencia del imperativo de salvar ese trozo de nuestros sedimentos culturales, el cual no solo tiene que ver con juegos, danzas, guateques o comidas criollas, sino con la laboriosidad, la honradez o la reverencia a la palabra empeñada.
Desmenuzar estos contrasentidos podría ser muy útil, sobre todo para los jóvenes, quienes tienen sobre sus hombros la continuidad de la construcción del socialismo.
Abogaría hasta por insertar en un canal televisivo nacional los desvelos de un colectivo como el de la TV Serrana, para que siempre nos lata en el corazón el «compay» que todos llevamos dentro. Para que tal certeza se encuentre colocada, como se necesita, a las plantas del pedestal patrio.