Mijaíl Kalashnikov cumplió 90 años. Arropado en su uniforme de general, el creador del AKM o el AK-47 —como también se le conoce— fue saludado como un héroe nacional. En los salones del Kremlin o en su apartamento de los Urales, el ingeniero recibió el saludo de presidentes y veteranos, sin olvidar los mensajes de algún que otro cuidador de armas exóticas.
«Diseñé ese fusil para defender las fronteras de mi país», ha repetido Kalashnikov y no es para menos. En los últimos años, la aclaración es una constante en su vida, y esta vez no ha sido la excepción ante los ataques que relacionan su nombre con la muerte.
Cierta prensa, más preocupada por las consecuencias y no por las causas de la noticia, ha insistido en que el AK es el arma de los narcotraficantes y pandilleros. Otros recordaron que es el fusil con mayor presencia en el mundo con más de cien millones de copias, y otros lanzaron la profecía de que en los próximos años él será el causante de las masacres en los campos y ciudades.
Es una ironía en medio de los olvidos. El sistema, en su afán de limpieza, ensucia a otros para otorgarle la paz y el glamur a los verdaderos ensuciadores. Así los muertos que están por venir se deben a un objeto y no a una filosofía que en su afán por obtener dinero perpetua la muerte y ahoga la vida.
Diversas organizaciones mundiales han alertado que el armamento es uno de los comercios con mayor vía libre en el mundo. Pocos hablan de él, muchos congresos y poderes ejecutivos lo pasan por alto y solo 35 aduanas en el planeta tienen indicaciones expresas para regularlo. También es uno de los oficios más remunerados. Lockheed Martin, Boeing y Northrop Grumman —tres de las más grandes compañías norteamericanas y del mundo en la industria bélica— reciben en total 53 000 millones de dólares para suministrarles armas a Israel y a países aliados al gobierno de Estados Unidos. Al mismo tiempo, sus ejecutivos reciben un sueldo 44 veces más alto que el de un general norteamericano con 20 años de servicio.
Esto no se menciona en los ataques contra el AKM, porque sus embates llevan otras sutilezas. Cincuenta y cinco naciones —todos países del Sur— muestran la imagen del AK en sus banderas; pero los despachos de prensa no dicen la razón. Porque la otra verdad es que en el derrumbe de los imperios coloniales, ese fusil —cuya altura apenas alcanza la cintura de un hombre— fue el arma de los pueblos y uno de los martirios de las oligarquías.
Fue ahí cuando adquirió su carácter simbólico y una maquinaria de propaganda lo enfrentó al M-16, el fusil reglamentario del ejército norteamericano. En la iconografía de la guerra de Vietnam, el Kalashnikov tiene un lugar privilegiado aunque no en el lado de la derrota, y ese ajuste de cuentas se mantiene.
El capitalismo, en aras de perpetuarse, le otorga la ideología a los objetos y se la retira a las personas. De un símbolo de rebeldía, al AKM lo han querido convertir —a él y no a sus empuñadores— en el asesino por antonomasia de la posmodernidad. Solo que los hechos son tercos, y ellos se imponen aunque sea por los recuerdos.
Y uno de ellos ocurrió en la noche del 25 de febrero de 1969. En la aldea de Thanh Pong dormían cien familias de campesinos y pescadores. Una unidad élite de Estados Unidos se deslizó en la oscuridad y atacó por sorpresa al poblado. Decían que allí se reuniría el Comité Local del Frente Nacional de Liberación, y por ello la sentencia de muerte fue dada.
Pham Thi Lanh, uno de los pobladores, dormía en un refugio antiaéreo cuando se inició el ataque. Metió trapos en la boca a sus hijos para que no gritaran. Al amanecer encontró un pesado olor a sangre y pólvora y a sus vecinos muertos a tiros y muchos con el cuello pasado a cuchillo.
Pero la memoria más terrible fue otra. En medio de la oscuridad del refugio sintió cómo sacaban de las cabañas a su abuela, a su tía y a sus primos. Escuchó el llanto de la anciana y los pedidos para que no mataran a los suyos. Después sintió las ráfagas de los fusiles. Los recuerdos son tercos y no mueren. Ninguno de esos disparos fue hecho por un Kalashnikov.