No resulta difícil entender por qué los sondeos anuncian mayoría para José Mujica, el candidato del gobernante Frente Amplio, cuando se cuenten los votos que depositan los uruguayos este domingo.
Tan cercana está la crisis en que fue sumido Uruguay por el neoliberalismo a rajatabla de los partidos tradicionales, que sus ciudadanos no han debido olvidarlo aún. Ello explica también por qué al representante del Partido Colorado, Pedro Bordaberry, las encuestas no le auguran más del 14 por ciento de los sufragios, y al ex presidente Luis Alberto Lacalle, del Partido Nacional —quien va por un segundo mandato luego de su desempeño entre 1990 y 1995—, alrededor de un 30 por ciento que todavía no se acerca a los talones del aspirante frenteamplista, para quien se vaticina entre el 45 y el 49 por ciento de las boletas.
Bordaberry es el hijo del ex dictador Juan María Bordaberry y hereda —¡además!— el fatal legado del último de su partido que estuvo en la presidencia, responsable de que los uruguayos tocaran fondo en el hueco profundo de la crisis neoliberal: será difícil olvidar a Jorge Batlle, notable por una relación tan carnal con Estados Unidos como la tuvo en su momento el argentino Carlos Ménem, y bajo cuya ejecutoria los periódicos uruguayos llegaron a titular con el triste cintillo de que había niños en las afueras de Montevideo comiendo pasto porque sus familias, desempleadas, no tenían para darles de comer.
Lacalle no exhibe un expediente menos culpable: bajo su mandato se inició el llamado liberalismo con las grandes privatizaciones y el enflaquecimiento del Estado. No trae buenas cartas credenciales.
Pero no son solo los fantasmas de ese pasado cercano los que inclinarían la balanza a favor de Mujica hoy, ni la presunta «izquierdización» que pueda haber experimentado una sociedad donde hace apenas 15, diez, cinco años, ese neoliberalismo arropado por la derecha empujó a miles de familias bajo el rasero de la pobreza, como en tantos países de América Latina.
También se cuenta, desde luego, la anchura y extensión no exentas de tropiezos de la coalición que constituye el Frente Amplio, donde se reúnen ex guerrilleros como el propio Mujica —procedente del movimiento Tupamaros— junto a socialistas, comunistas, y sectores progresistas, así como el propio cambio sin estridencias que empezó a implementarse con el saliente Tabaré Vázquez: tras su figura, la izquierda uruguaya accedió por primera vez a la presidencia, que él entrega con un visto bueno de la ciudadanía de más del 60 por ciento.
La coalición, representada ante las urnas por Mujica y su compañero de fórmula Danilo Astori, debería concluir la obra social que marcó, sobre todo, la gestión de Tabaré, bajo cuyo mandato Uruguay rompió la dinastía derechista uruguaya y abandonó la senda neoliberal y proyanqui de Batlle, aunque en lo económico su gestión transcurriera sin rompimientos abruptos que representaran sobresaltos.
Programas dedicados a paliar las grandísimas deudas acumuladas en materia de educación y salud —entre las más graves— fueron ejes fundamentales del período que concluye, y favorecieron a los desposeídos.
Ello debería asegurar que también en el Parlamento, cuyos asientos se renuevan igualmente hoy, el Frente ratifique la mayoría que tiene.
Sin embargo, los analistas sobre el terreno sopesan que todo no quedaría decidido este domingo, a tenor con esos estudios de opinión que, si bien anuncian la mayor cantidad de sufragios para Mujica, no le reportan el 50 por ciento más uno de la mayoría absoluta, necesaria para ser proclamado en primera vuelta. Ello obligaría a volver a las mesas electorales en el balotaje o segunda ronda, en la que, se estima, Mujica se impondría.
De todos modos, los seguidores del Frente Amplio no deberían confiarse. Ya en las elecciones de 1999, la derecha tuvo el tino de unirse con vista al balotaje y le arrebató al propio Tabaré Vázquez el triunfo que le anunciaba la primera ronda de aquellos comicios, y que conseguiría cinco años después, cuando volvió a postularse respaldado por un Frente Amplio-Encuentro Progresista abarcador y cohesionado, y ante una sociedad que la crisis concientizó. Ahora, Lacalle ha dicho que confía en que, de cara a la segunda vuelta, conseguirá el apoyo de los llamados partidos minoritarios.
Algunos temen que el pasado guerrillero de Mujica, su extracción humildísima y el desenfado propio de los de abajo con que ha desarrollado su campaña electoral, le resten votos. Pero a lo mejor tienen razón quienes auguran que su candidatura será capaz de capitalizar los sufragios de ese siete a 11 por ciento del electorado que hasta hace pocos días se manifestaba indeciso —siempre según los nunca absolutos sondeos—, y hasta sería capaz de llevarse la presidencia hoy mismo.