Después de sufrir los contratiempos causados por la compra de un microwave defectuoso, mi amigo Fausto jamás imaginó que sería, sin quererlo, protagonista victorioso de una historia de antihéroes agredidos por el aplazamiento y la insolencia humana.
Desde aquel lejano día en que fue presentada la reclamación del equipo, hasta la hora definitiva en que se hizo el «milagro» de resolverse el dilema, transcurrieron casi seis meses de perseverancia, entuertos, viajes y esperas.
Para fortuna de su protagonista, al igual que en los cuentos de hadas, la fábula del microwave roto tuvo un final feliz. Desde luego, feliz ahora, porque mientras el tiempo corrió, mientras estuvo en «escena» todo pareció una película de suspenso, con una larga secuencia de acción y atisbos de violencia.
Con licencia me escudo en este argumento, nacido de la más prolija realidad, para echar una mirada escudriñadora a un proceder que, sigue afincándose como un parásito entre necesarios e inevitables engranajes de control: el burocratismo.
Sé que no hablo de un término nuevo, y mucho menos relegado; pero creo que una meditación al respecto siempre será como un latido que nos advierta sobre la persistencia de un dolor evitable, producto de una infección originada a fuerza de excesos.
¿Quién no ha vivido una prolongada impaciencia mientras ve dilatarse de buró en buró la más simple documentación? ¿Quién no ha convertido la entereza en cólera, o el aguante en furia, a causa de una gestión extendida y frenada en el tiempo al deslizarse de mano en mano, de oído en oído, para trastocarse al pasar de cerebro a corazón?
Sería exagerado y hasta absoluto expresar que todo trámite siempre resulta demorado; pero me atrevo a decir que el retraso en el tratamiento de no pocos documentos obedece en ocasiones a inercias que se generan frente a ciertos encargos laborales, al modo apático y rígido con que se asumen algunos compromisos de trabajo, y a la existencia de mecanismos de fiscalización que no son comprendidos del todo por quienes tienen el deber de aplicarlos con la pericia que demanda el trato a cualquier ciudadano.
La solución de un problema muchas veces no depende de la agilidad con que se mueva, proceda, organice o reclame un cliente, sino de la disposición de aquellos a los que les asiste la responsabilidad legal de viabilizarlo por los caminos pertinentes.
Me preocupa que a base de papeles y corregibles apatías vaya a ensombrecerse la verdadera voluntad de fiscalización, tan necesaria para solventar con los permisos de la racionalidad el uso del más mínimo recurso. Sería triste que el respeto al derecho ajeno pudiera viciarse a costa de engorrosos «burotrámites».