El paternalismo tiene raíz limpia: del latín pater, padre. Pero no parece suficiente el origen para actuar bien y generar confianza. Si ello pasa con las familias humanas, por qué no ha de pasar también con los grupos de palabras. Cuando lo evaluamos tenemos en cuenta que se resuelve en un exceso de amor, de sobreprotección, que ocupa el espacio y las decisiones de los hijos y cuyo resultado más negativo, en términos de formación familiar, es acomodar y malcriar.
Proyectándolo hacia lo social, por lo tanto, las gratuidades, los precios subsidiados y otras manifestaciones han sido hasta hoy una especie de desmesura en la política social. Y por ello, el argumento usado con más frecuencia para atacar al paternalismo se fundamenta en un hecho: el Estado carece de recursos para cumplir y acrecentar todos los compromisos de su extrema vocación de justicia.
Es justo. Pero, a mi parecer, la razón de que extirpemos el paternalismo no puede remitirse solo a las dificultades financieras que el país afronta por la crisis mundial y todo lo demás que se desprende de la historia de los últimos 50 años: el bloqueo y la extinción del campo socialista. Porque uno podrá preguntar: ¿cuando el Estado vuelva a poseer medios suficientes reasumirá el paternalismo como concepción y método socialistas?
Sin embargo, aparte del déficit económico, hemos de convencernos de que influyen otros elementos que a la larga, o más bien a la corta, pondrán el letrero de «clausurado» en el desván de las herramientas paternalistas. Porque el costo no ha sido solo el gasto material excesivo. El paternalismo ha desvirtuado en parte la actitud moral y la corresponsabilidad social de muchos cubanos. Y ha influido en la distorsión de la equidad y la igualdad. La justicia no radica en emparejar colectivamente, sin considerar el valor, el esfuerzo y el aporte de cada cual. La teoría socialista expone claramente su concepto distributivo con aquella máxima que exige según las capacidades y distribuye de acuerdo con el trabajo. ¿O no?
Por tanto, cuando nos quejamos de la baja productividad laboral o de la indisciplina y el descuido, habrá que concluir que el paternalismo ha sido incapaz de hacernos mejores trabajadores. Tal vez un poco más conmiserativos, principalmente con nosotros mismos. Ah, qué será de mí, que soy incompetente; dónde me pondrán, si el país reajusta sus conceptos… Desde luego, casi nunca oiremos otra formulación. Por ejemplo, dónde me pongo, o qué haré para acercarme a los más productivos.
La vida ayuda a explicarnos. Y no olvido una imagen transmitida por la TV, luego de uno de los ciclones que distinguieron el principio de este siglo. La reportera le preguntó a un damnificado qué iría a hacer, ahora, ante su casa hecha astillas. Casi sin pensarlo aquel hombre abrumado respondió: «Esperar por ustedes», es decir, por el Estado. Más claramente no puede expresarse una manifestación condicionada por el paternalismo. ¿Pero podía entonces hacer otra cosa que no fuera extender las manos y acopiar paciencia? ¿Disponía de medios para acometer la reconstrucción de su vivienda sin aguardar por el Estado?
Hemos tocado, me parece, la esencia del paternalismo. Lo caracteriza el trazar límites. Los padres sobreprotectores, al margen de su amor, regalan, perdonan, justifican a cambio de que los hijos no traspasen el espacio que a los progenitores preocupados les conviene mantener. En lo familiar es así. En lo social, el paternalismo procede de estructuras centralizadoras y verticalizadas, que conducen, a pesar de las buenas intenciones, a un fin inconveniente: supeditar el ritmo de la sociedad al más lento. Para resolver la contradicción, habremos de establecer una diferencia: este quizá necesite de la seguridad social; los demás, de oportunidades…