Tiene casi 75 años y aún anda por la vida «componiendo huesos», salvando de la invalidez y del dolor a cientos de personas grandes o anónimas, que lo miran como un hacedor de milagros.
Ha recorrido medio mundo con su saber; ha operado a presidentes y a figuras universales; ha recibido decenas de condecoraciones nacionales e internacionales. Y, con todo, no se hincha, ni se «cree cosas», como decimos los cubanos.
Ahora mismo, en rápida retrospectiva, lo estoy viendo, en medio de los fragores de un congreso mundial de la ortopedia, atender a varios pacientes desconocidos y humildes que acuden a él para escuchar, al menos, una recomendación.
Se nombra, simplemente, Rodrigo Álvarez Cambras, el eminente académico y profesor adscrito a 25 universidades y miembro de más de 20 instituciones de todo el planeta.
Mirándolo, uno piensa en la sentencia del gran poeta lírico latino Quinto Horacio Flaco: «Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos». O en la del escritor francés Bernard Le Bovier Fontanelle, quien vivió un siglo entero: «La modestia es el complemento de la sabiduría».
Observándolo, uno cae en la cuenta de cuánta falta hace en este tiempo generalizar esa actitud narrada, que no pone remilgos o reparos para aliviar a cualquier hora y en cualquier circunstancia no solo padecimientos del cuerpo sino también del espíritu.
Viéndolo, se descubre sin muchas dificultades la necesidad pública de poner de moda la sencillez y la modestia, dos cualidades que a veces se nos escapan de las manos y hasta del corazón.
En medio de tales cavilaciones son inevitables los paralelos: ¡Cuántos individuos de distintas profesiones y oficios hay que, no habiendo siquiera descubierto el agua tibia, se creyeron cosas y ahora andan por los nimbos! ¡Cuántos hay que, por solo haber comprado un tejido llamativo para recubrir sus hombros, tiraron por la borda las maneras comunes, los saludos cordiales, los gestos mínimos!
¡Y qué luz extraordinaria y admirable esa de personas que, como Álvarez Cambras, creen humildemente en aquella hermosa frase de Martí, tantas veces remachada por Fidel: «Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz».
También, en ese observatorio-razonamiento surge este tipo de preguntas: ¿Es muy difícil extender comportamientos como las del ilustre ortopédico?
Por momentos da la impresión de que sí, de que la petulancia o la vanidad, por determinadas coyunturas, se han apoderado de unos cuantos, y no solo de los que viajaron a otras latitudes: hay quienes no conocen ni la esquina del barrio y ya hablan y caminan como si viviesen en el Olimpo. Por instantes, da la impresión de que se requieren más y mejores recetas que consigan expandir en cada compatriota el afán de contagiarse con la sencillez, la misma con la cual el Che desbarataba piedras en una cantera o con la cual Camilo se infiltraba con sus bromas entre las gentes comunes del campo o la ciudad.
No se trata tampoco de calcar o clonar arquetipos; la personalidad es única e irrepetible; pero la aspiración ha de ser luchar contra los afluentes superficiales, que tanto vicio arrastran en sus aguas.
Uno de los grandes retos de esta nación, tan apretada en lo material y que no ha renunciado a la batalla por las mejores ideas, es justamente ese: llenarse de los ríos profundos de los que hablaba el poeta romano. Y cuidarlos para nadar en ellos, sin miedos, hacia el porvenir.