Nada hay tan útil como un techo. Y nada tan ferozmente inútil, y perjudicial.
El de tejas, esas de arcilla, dispuestas en líneas sobre los caballetes de las casas criollas, es el que se agradece. El que cobija del frío y la lluvia. El que protege de los cacos, de los gatos, y llegado el caso, tal vez de algún meteorito extraviado…
Hay, sin embargo, otro techo, y por él no doy un centavo. No aparece visiblemente sobre nuestras cabezas, pero está ahí, firme, como una de esas barreras rojiblancas que marcan las fronteras de los países continentales. Es el que, mientras las aspiraciones se arman de la misma materia prima que los sueños, mientras el espíritu se forja y adiestra para nuevos horizontes, se encarga de darles un topetazo en la mollera. «¡Hasta aquí! De aquí no pasas», nos sugiere, u ordena quizá, y ahí vamos de regreso, irritados por el maldito tejado que no nos dejó subir a más, escalar hasta donde sabíamos que podríamos…
En este caso el «techo» puede ser persona, y cada uno sabrá colgarle nombre y apellidos. Puede ser, quizá, uno de esos funcionarios a los que, por costumbre social, se suele llamar «compañeros», aunque ellos no lo consideren a usted como tal. Al contrario: son quienes se encargan de recordarle sus límites, los que para ellos no existen. «Yo soy el que está preparado para esto; puedo entender, puedo analizar, descubrir las artimañas, llegar a las conclusiones correctas. Pero tú no; tú no sabes, no comprendes, te pueden confundir… Mantente al margen. ¡Este es un trabajo para Súper Techo!».
Y así, de un tijeretazo, corta iniciativas, cercena cuestionamientos, muele los planes que no se parecen a los suyos. En fin, hace su papel. Limita.
No me apeo de la metáfora. Me elevo desde el pavimento, y observo las azoteas. Predomina el gris, como si la brocha solo sirviera para blanquear y dejar a punto los interiores. Veo algunos techos con apariencia de solidez, pero mienten: debajo, la paciente labor del comején y del agua han hecho trizas las vigas. Permanecen ahí como por milagro. No sirven para contener la lluvia, que se cuela por las hendijas cada vez mayores. Sin embargo, tampoco dejan ver el cielo. Son más obstáculo que protección efectiva, pero ahí permanecen.
Quizá menos techos tiesos y más cielos abiertos se necesiten hoy en nuestra sociedad. Como en todas, cierto, pero máxime en la nuestra, que tiene por propósito, para su transformación, para su bien, dotarse de hombres y mujeres útiles, diestros, comprometidos con el futuro de esta Isla que más de medio siglo atrás apenas generaba titulares.
Mas, ¿cómo decirle «súmate» a quien, cuando quiso explotar aun más sus potencialidades —en beneficio propio, está claro, pero también del colectivo— chocó con uno de esos sujetos enguayaberados que archivan las ideas de los demás para alimento de las polillas? ¿Cómo comprometer su voluntad en buenos proyectos si no se le explica, con argumentos válidos, la causa de esta o «aquesta» decisión? ¿Le quedarán ganas de aceptar la invitación a involucrarse?
Una mandarria, eso, pero no de hierro fundido, sino de osadía y decoro, es lo que haría falta para dejar en las cabillas a los techos abofados, peligrosos. Todos podemos empuñarla, aun los de brazos flacos, porque es corazón y cerebro lo que se precisa para la tarea. Peor sería un derrumbe total del edificio.