Reconoscámoslo: la del titular es una de las preguntas más insolentes que puede alguien hacerle a su interlocutor, que recibe la llamada al otro lado del teléfono…
«¿Quién habla?», preguntan desde allá (generalmente sin el elemental saludo previo). Y desde acá, los más ecuánimes responden: «¿Con quién desea hablar usted?», sutil forma de decirle: «¿No eres un poco fresco? ¿Quién está interesado en localizar a alguien: tú que llamas, o yo, que descolgué el auricular para ver qué querías?». Y también se puede contestar: «Bueno, ¿y quién me habla a mí?».
Hay, por supuesto, matices para cada escena. Si esta acontece en una oficina, el corregido puede llegar a espetarle: «¡No tengo por qué decirle quién soy, porque ese centro es una entidad pública, no particular!».
Oh, muy bien: entonces, en próximas ocasiones, pregunte por el compañero «entidad pública» para que le diga lo que desea saber, porque, al menos el que atendió esta vez, porta carne y huesos, y posee, en su dignidad de persona —de persona simple, sin rangos ni autoridades— el derecho de conocer quién calabazas quiere enterarse de su nombre.
«¡Hombre, pero de seguro el “llamador” es un tipo inculto! Déjaselo pasar», me digo. Pudiera serlo, sí, pero ¿quién lo asegura? Y de todas maneras, individuos con altísimo grado de «cultura», en el sentido restrictivo de «frío archivo de conocimientos», han armado la gorda a lo largo de la historia de la humanidad. De modo que ¿de qué son garantía títulos y diplomas? ¿Cuál es su utilidad si no mueven al ser humano a mostrar el mínimo de educación necesario para identificarse y, solo después, pedirle al otro que se identifique?
Más bien diría que es una conducta propia de niños. Imagine, por ejemplo, que se topa en la calle a un viejo conocido, acompañado de su hija de cuatro años. Usted alaba lo crecidita y bonita que está la criatura, y de pronto, ella le lanza: «¿Y quién tú eres?». Sin mediaciones, sin preámbulos, sin presentación propia. Claro, son armas de las que aún no dispone. Solo se puede sonreír y hacerle una caricia…
Pero a un «tarajayú» —o «tarajayúa», para estar «en onda» con el asunto del género— no se le puede pasar por alto la impertinencia. Sea que pregunte el nombre del que lo atiende, sea que vaya «al grano» sin rodeos de cortesía —«ponme a Fotinguisleydis ahí»—, hay que aclararle que, del lado de acá, no hay un balón de fútbol. Y que no nos iremos a dormir tristes porque —oh, mundo cruel— el del lado de allá no quiso finalmente revelarnos su agraciado apelativo.
La receta «antiarrogancia» en este tema puede ser un buen flash back al pasado, a cuando los mayores nos leían la cartilla sobre cómo comportarnos con nuestros semejantes, y a las veces en que una mirada severa reprobaba los deslices de una educación que balbuceaba.
Y valdrá la pena porque, si alguna grata huella puede honrar al ser humano —más que sus muchos títulos, su abultado patrimonio o la posibilidad de reinar, como ambicionaba Masicas, sobre planetas y soles— es la de haber pasado haciendo el bien, ejercitando la educación, y no fingiéndola con gestos afectados y miradas de ángel incomprendido.