Mejor con menos: Aunque suene paradójico, así titula Joaquim Sampere, catedrático de la Universidad de Barcelona, un reciente libro suyo. Aguafiestas del consumismo, el académico defiende el racional modelo de vida que el Primer Mundo debía adoptar, antes de que el planeta, exhausto, nos pase la cuenta —si no ha empezado ya—, por tanto despilfarro en las alturas.
El mérito de Sampere es descifrar el alud que ya quita el sueño a muchos: está en foco rojo la sociedad de consumo, que ha maximizado las ganancias creando artificiales necesidades de sustituirlo todo constantemente, con la complicidad del avance tecnológico. Algo ancho y ajeno para quienes, desde el Sur, presencian el banquete apenas por rendijas.
Años atrás, el uruguayo Eduardo Galeano, con ese láser suyo para encapsular metafóricamente la esencia de los fenómenos, definió el drama como las «fugacidades» del «reino de lo efímero». «Las cosas fabricadas para durar mueren al nacer», sentenciaba para definir la volatilidad que tanta plata remueve. Allá van los consumidores a sustituirlo todo con el nuevo modelo de la misma marca. Para estar arriba... si pueden.
¿Qué diría allá en Jovellanos mi tía Raquel, quien conserva una lavadora norteamericana de los años 50, con rodillo para exprimir la ropa; y una jurásica licuadora Osterizer, con la cual sigue haciendo sus batidos? Obligados por carencias y dificultades, los cubanos sabemos qué es estirar un equipo: asombro causan esos «almendrones» aún flamantes en su carapacho, y en la mecánica una babel de tecnologías y épocas. Respeto para esas humildes familias, que aún lavan en las viejas Aurika, o intentan paliar el calor con los ventiladores Órbita, sobrevivientes de la debacle socialista.
No es volver atrás, porque la irrupción de modernos equipos en el hogar cubano ha traído bienestar, ya sea por la vía del comercio en divisas o por las sustituciones de la Revolución Energética. Pero ni un país como Cuba, que difiere del modelo consumista y mide la calidad de vida con otros raseros, se salva de las trampas de los fabricantes de este mundo loco, que domestican a los clientes con las fugaces tecnologías para seguirles sacando el dinero. Los electrodomésticos que se venden en nuestras tiendas, con tantos sacrificios para el bolsillo, una vez concluida la garantía, no tienen piezas de repuesto ni prácticamente talleres donde salvarlos.
Somos también rehenes del reciclaje malévolo. Y, sin embargo, este ha sido el país del ingenio y la inventiva, de aquel inolvidable Presilla que lo abandonó todo para echar a andar la planta de níquel norteamericana a pedido del Che; de tantos innovadores que siempre frenaron la carencia con sus neuronas.
Resignarnos a las «fugacidades» sería fatal. Debíamos aplicarnos a alargar la esperanza de vida de nuestros equipos, así como lo hacemos con las personas. Que en estos tiempos de poca plata y muchos problemas, haya servicios para salvar los trastos de cada familia, y al menos no nos angustien irremediablemente las preguntas del poeta cubano Roberto Manzano: «¿Qué se fizieron (hicieron) los ebanistas que levantaban aquellos muebles sólidos, aquellas mesas que atravesaban como barcos las aguas de los siglos?».