Era una música de carnaval a plena mañana. El reguetón se enseñoreaba con sus retumbes y unas parejitas movían las caderas con ritmos electrizantes. Sonrientes, llevaban las manos arriba y se agachaban siguiéndole el sentido a la letra.
Un transeúnte se detuvo. No había escenarios, tampoco disc jokeys ni ventas de la gastronomía. Imaginó andar equivocado, aunque era verdad. Las banderas estaban desplegadas y la ofrenda floral se encontraba a un lado a la espera del acto. Y en el centro, rodeado del contoneo de caderas y el estruendo de la música, la estatua ecuestre de Máximo Gómez.
El hecho puede verificarse con los vecinos del parque con el cual se honra al Generalísimo en la ciudad de Ciego de Ávila. Sin embargo, ese destiempo, esa irreverencia al vacío no es privativa del lugar ni tampoco esta es la primera denuncia en el país. Tampoco será la última.
Recordamos cómo el colega Osviel Castro Medel criticaba las competencias de bicicleta en la Plaza de la Patria en Bayamo (¿Aplauso al disparate?, 11 de marzo de 2007). A la memoria viene, además, un Andar La Habana en el cual Eusebio Leal criticaba la tétrica moda de garabatear los monumentos de la capital, algunos devenidos en memoria viva de la nación por su significado.
Lo preocupante es cómo también cierta falta de civismo se aprecia en instituciones y organismos. Porque la música, las banderas, la ofrenda floral y los altoparlantes ante Máximo Gómez no pertenecían a algún particular, que cierta mañana decidiera por propia voluntad celebrar un acto.
Algunos dirán, a modo de señalamiento, que a los héroes también se les recuerda con alegría y sin estiramientos. De acuerdo. Pero una cosa es el regocijo; y otra, bien distinta, la ausencia del respeto más elemental hacia nuestro pasado.
Una lectora, maestra retirada por demás, nos narraba lo que presenció en el homenaje, a un héroe de la Patria, de estudiantes provenientes de varias escuelas primarias. «Los niños iban con disfraces y con música de rumba —contó indignada. Cuando iban a poner las flores, una maestra decía: “Ahí viene fulanito, del grado tal, disfrazado de mexicanito. ¡Un aplauso!”. No había gravedad, no había silencio... nada».
Lo triste no es solo el episodio. Lo angustioso es un tipo de ciudadano que podría formarse desde la participación de las propias instituciones. No es de extrañar, entonces, contar con jóvenes que garabatean monumentos o miran indolentes la figura en bronce de una persona, que pudo tenerlo todo y todo lo sacrificó por la Patria. Ello puede ocurrir porque sencillamente no se les enseñó a reconocer el valor de ese acto, como el de otros en la vida.
No queremos decir que sea la generalidad, pero tampoco la excepción en un país que hace esfuerzos, muchas veces sobrehumanos, para seguir adelante en medio de múltiples tensiones. Una pugna de la razón y la cordura contra el sin sentido y la falta de valores, que puede corroernos la casa en el más tétrico de los silencios.
No puede ser lo general cuando otras es-cuelas depositaron las flores con la debida dignidad, antes e incluso después que pasaron los centros «afiliados» al carnaval. Tampoco la norma cuando, en otros momentos, la música ante Máximo Gómez no ha sido la de una discoteca, sino que la han configurado canciones de Silvio, Amaury, Sara González, los hermanos Feliú, Buena Fe y de tantos buenos artistas existentes en Cuba.
Si daño hace encaramar a los mártires en pedestales inalcanzables y lejos de la vida que tanto los llenó, mucho perjuicio provoca el otro extremo, que es la ausencia de dignidad a la hora de recordarlos. A los héroes, como sugiere Sara, no se les rememora con llanto. Se les recuerda con amor y respeto en la más pura de las intimidades. Aun cuando no estemos solos.