Un humorista cubano a menudo cuenta la anécdota, rayana con lo increíble. Vio en cierto establecimiento un cartel en el que se anunciaba Pan de Haller y, espoleado por la curiosidad, decidió comprar aquel comestible, originario de un lugar enigmático y desconocido.
Pero pronto comprendió que Haller no existía y que no se trataba, como pensó al principio, de un pan importado. Simplemente había chocado con un enorme gazapo ortográfico pues lo que en realidad se expendía era pan de ¡ayer!
Siempre que el artista, experto en cazar errores, relata el episodio provoca una cascada de sonrisas en el público. Sin embargo, el chiste —que para muchos puede figurar una exageración— nos lanza la necesaria piedra de la advertencia sobre un asunto que muy poco tiene de risible; y nos convoca al examen de métodos que van más allá de los pupitres.
¡Qué cantidad de dislates nos asaltan a diestra y a siniestra! ¡Cuántos andan con los yerros lingüísticos a cuestas! ¡Qué caliente se ha tornado nuestra «ortografría» que hasta personas con títulos académicos de tres kilómetros de largo se queman los dedos al redactar!
El tema no es nuevo en las páginas de este periódico. Hace unos meses mi colega cienfueguero Julio Martínez Molina exponía que de esas barbaridades exhibidas en paredes, postes, tablillas, mostradores... «no se escapa institución alguna, sea su utilidad social, de índole gastronómica o incluso hasta cultural». Y a la vez se preguntaba: ¿Cómo es posible que en este país, el de mayor nivel de instrucción general de Latinoamérica, suceda algo semejante?
Su interrogante, difícil de responder de un tirón, obliga a mirar a más de un punto cardinal y a reconocer las espinas en el camino de nuestro idioma.
Cuando Gabriel García Márquez, un «monstruo» de la literatura, habló en abril de 1997 en el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Zacatecas (México), para proponer su polémico «jubilemos la ortografía», remarcó que esta constituye en los países de habla hispana un «terror del ser humano desde la cuna».
Por eso, llegó a plantear la «simplificación» de nuestra gramática y el enterramiento para toda la vida de «las haches rupestres», firmar «un tratado de límites entre la ge y jota», poner «más uso de razón en los acentos escritos» y emplear una sola be, porque a fin de cuentas la b de burro y la de vaca podían ser idénticas.
Quizá algún día lejano la proposición del ilustre colombiano se haga realidad. Pero mientras, hay que resistirse a aceptar un «kasike atuey», como me escribió cierto alumno universitario hace muy poco, o un «quegas y sujerensias», expuesto en un libro colgante a la entrada de una panadería.
Mientras en alguna fecha del siglo XXII sobrevenga la sepultura de la ortografía y su consiguiente «belorio» en lugar de velorio, habrá que aumentar la exigencia en nuestras aulas y superar ciertas incongruencias como aquella de «pasar la mano» a determinados alumnos porque lo esencial «es el contenido».
Hoy algunas personas hasta han reiterado el error de desatender la ortografía (también la caligrafía) porque la computadora «lo arregla todo». Si fuese así tantos PowerPoint, llenos de rositas y adornitos, no estuvieran tan contaminados de errores.
Es cierto que al más pinto se la va una peca en ese terreno. Aunque no me imagino a un médico escribiendo en la historia clínica bentriculo o ipotermía, en vez ventrículo o hipotermia; como tampoco concibo a un geógrafo rotulando en la pizarra balle o baia, en lugar de valle y de bahía. O a un Licenciado en Cultura Física redactando «ejersisios aerobicos» —que deben dejarnos sin gota de aire— por ejercicios aeróbicos.
Claro, solo con exigencias extremas no se gana esa batalla bastante prolongada, mucho menos con intentar el aprendizaje forzoso de reglas. Todos los caminos básicos apuntan hacia la lectura, madre y fuente de una ortografía decorosa y de esa cultura general e integral que tanto soñamos.
En esa cuerda, nacen irremediablemente otras incógnitas: ¿Cómo inclinar, desde los grados primarios, a todos a leer? ¿Qué imán utilizar con la conocida situación de nuestros claustros?
Antes de encontrar la fórmula super mágica procuremos no confundir el animal que rebuzna con el que da la leche, ni permitamos que nuestro cerebro se atormente por las pifias ortográficas diarias, al extremo de escribir CORAZÓN con s, sin tilde y en minúsculas.