Ocurre, sin embargo, que en la conducta personal, los desastres económicos domésticos —cataclismos en pequeño formato— provienen de echar cuentas en el aire, por encima de cuanto se puede o se debe.
Predominan los gustos, las adicciones, la irresponsabilidad. No me alcanza el dinero, pero no puedo fumar menos, ni beber menos, ni... dejar de hacer tantas cosas que me placen, porque mañana, mañana será otro día y quizá un golpe de suerte nos cambie la existencia...
Esa película, que suele exhibirse en los cines familiares, se rueda sobre un guión que a veces tiene origen en el célebre espejo de un cuento infantil. Como la bruja, lo consultamos, pero en lugar de esperar a que el genio que habita detrás del azogue responda, respondemos nosotros como si presumiéramos que el espejo nos va a decir lo mismo.
Ese error, ese vivir a base de presunciones, es la causa más común de tantas desgracias domésticas. ¿Solo domésticas? ¿Por qué no sociales? Algún lector agudo lo pregunta e insiste. ¿No cree usted, por ejemplo, que la crisis financiera capitalista que ha erosionado la aparente seguridad económica del mundo, no ha sido también la consecuencia de no dejar hablar al espejo y el juego de la bolsa ha proseguido como si habitáramos el mejor de los mundos posibles?
Estoy de acuerdo. Y no quisiera ir demasiado lejos. Esta columna se ha aplicado a comentar temas internos, que no por ser propios son inmunes a condicionamientos externos, esto es, a problemas ajenos. Pero, insistiendo, entre nosotros también ha subsistido, además de en lo familiar y lo personal, esa tendencia a anticiparse al espejo y responder preguntas sin que la realidad —nuestro espejo— diga su parecer.
Vivimos en un ámbito de «buenos deseos» donde la voluntad se ha erigido por momentos en camino y vehículo a la vez, y como resultado de ese concubinato un vástago mal nacido: el voluntarismo. Las cuentas no han podido ser, alguna vez, más absolutas que bajo el predominio de la voluntad a todo trance: se quiere o no se quiere. Si se quiere, vamos aunque vayamos en contra de lo posible, lo sustentable, lo racional. Ah, y si no se quiere... pues a ningún lado vamos. Hemos de proseguir lo que queremos. O lo que quieren algunos. ¿Y la realidad qué dice; qué dice el espejo mágico? Ah, el espejo está a nuestro favor: confirma cuánto hacemos o dejamos de hacer... sin que lo consultemos.
Así, en esta parábola, transcurren los días en la existencia de ciertas familias, ciertas personas, incluso de ciertos sectores sociales. Quien bebe, y se embriaga, y maltrata a la esposa bajo los efectos de su descontrol, supone que el espejo le dirá que hace bien: primero el deseo, el gusto, mi interés —¿hay algo más justo?— y después, la paz y el bienestar de la pareja, los hijos, el hogar.
Advierto que no he querido sustituir a Calviño. No soy psicólogo. Soy solo un observador, y a veces la ignorancia, mi ignorancia, que es usualmente un mal espejo, coincide con los juicios especializados. Ahora bien, esa conducta de hacer y hacer, o deshacer y deshacer, presenta varios riesgos, sobre todo dos, digamos en el caso del bebedor sin límites: que la esposa se canse y se marche de la casa o lo bote con legítimo derecho, o tanto lo sature el alcohol que ya nada pueda curarlo...
No me gustan las moralejas. Pero, me parece que habría que deducir de cuanto he dicho una verdad moral y convertirla en un método: antes de decidir, consultar con la realidad, con el espejo, y dejar que hable primero, para sacar las cuentas sobre lo concreto, de modo que si algunas personas dependen de mis decisiones, mi sustento, mis programas, como cabeza de la familia, hemos de partir de un principio: lo que a mí me puede convenir, si no les conviene a ellos, no debo hacerlo. Y así evitar un conflicto de intereses, como ese que se armaría si el que pide prestado esconde su intención de no pagar. Mire usted, cuánto lío por no dejar hablar, responsablemente, al espejo.