Sin embargo, en las reuniones —parientes menores y cotidianas de aquellos— no siempre ocurre así, pues en no pocas oportunidades se abusa del tiempo indiscriminadamente, intentando extraerle el zumo a una naranja que ya tiene secos los hollejos.
Ernest Solvay (1838-1922) fue un inventor belga a quien le encantaba convocar a sus homólogos para conferenciar en torno a estos y otros asuntos. A su tesón en dicho sentido se deben no pocos de los conciliábulos europeos de la preguerra.
Por extensión, el solvayismo —y en nada intentamos demeritar las buenas intenciones de aquel señor— sería, contextualizando, esa tendencia endémica, en ocasiones casi patológica, de realizar reuniones por la menor razón.
Tantas tienen lugar en esta ínsula, no barataria y tampoco de Sancho, que abruman en verdad. Aletargan y obstaculizan los procesos productivos, porque escinden su mecánica progresiva, la dinámica de los ciclos.
Quienes no se contentan con las intercaladas de 8 a 5, cuentan con horarios estoicos, a rayar lo espartano: viernes 7:00 p.m.; sábado 3:00 p.m.; domingo, 7:30 a.m.
Si a las ordinarias de las distintas organizaciones del centro laboral se les unen las comunitarias, y por encima de estas las extras que salen al ruedo a tenor de la más mínima contingencia, sacaríamos una cuenta horripilante: pasamos reunidos casi el 50 por ciento de nuestro tiempo potencial productivo.
Y quien escribe, que a lo peor conoce poco de economía pero algo de sentido común cree tener, considera (como espero hagan muchos, ahora que estamos metidos de a lleno en un proceso de saneamiento de la economía), que estaría bien pensar en reducir algo las «tendencias atenienses» de nuestros colectivos laborales.
Pericles no hubiera tenido ágora mejor que ciertos centros de trabajo cubanos, y si Solvay hubiera tenido vocación misionera en estas tierras del Caribe, nosotros, con permiso del Vaticano, lo hubiéramos canonizado.
Vivas al tal señor no se habrían escatimado jamás.
E incluso el hombre podría haber tomado aquí experiencias inéditas. Por ejemplo: la reunión para verificar la reunión anterior; la reunión que se suspende porque faltaron los que debían venir y los que acudieron reciben luego doble castigo; o la reunión de roce social.
Esta última se traduce así: hace tanto que no veo a mis subordinados o no escuchan alguna orientación, y hay que cumplir el papel de jefe, por lo tanto voy a convocarlos. A ella se suma la reunión con vocación de mártir, que son las del amanecer, la madrugada o los domingos en la tarde... y otras tantas variantes casi increíbles.
Dicen los chinos que el quid para solucionar esto está en la organización del trabajo; y algo de razón tendrán, no solo por sus resultados económicos, sino porque son uno de los pueblos más laboriosos de la Tierra.
Somos un país pobre, bloqueado, no tenemos 1 200 millones de habitantes ni riquezas naturales inmensas, por lo que no tendrían sentido tales términos de comparación, podría espetar alguien.
Pero eso ayuda mucho más a la hipótesis de este comentario. Si no tenemos recursos, y en cambio sí poca fuerza laboral y otras desventajas, lo más saludable sería conjurarlas trabajando.
Es verdad que a veces se trabaja, y duro, en medio de una reunión; pero eso no opera siempre, ni con todos los factores reunidos.
Si se hiciera el encuentro con los imprescindibles, el hombre exonerado estaría trabajando y produciendo para la sociedad en un país que lo está pidiendo a gritos.
Raúl llamó, en histórico discurso de un 26 de julio, y en otros foros, a llevar a un plano de prioridad absoluta la productividad.
Cuando, en nuestra función de periodistas, visitamos algunos centros laborales donde sacar a cualquiera persona de determinada reunión es punto menos que imposible, uno se percata de que, lamentablemente, aún en muchos sitios no se anda a tono o en consecuencia con tan vital exhortación.
En algo tendremos que pensar para reunirnos menos y producir más.