Dos caminos se abren en el panorama judicial del caso de los Cinco: uno conduce a la Corte Federal del Distrito Sur de la Florida, en Miami Dade; el otro a la Corte Suprema de Estados Unidos, en Washington.
Por el primero ha de transitar el caso para llegar, otra vez, ante la Jueza Joan Lenard, quien deberá dictar nueva sentencia para los casos de Ramón, Fernando y Tony con vista a las decisiones y actuaciones que constan en el expediente, una vez incorporada la documentación de la etapa apelativa recién concluida ante el Onceno Circuito de Apelaciones de Atlanta. En esta ocasión la jueza Lenard, que se ensañó con los Cinco al dictar las sentencias en diciembre de 2001, cuando impuso las más severas condenas que pudo concebir, no podrá llegar a ese extremo dado que precisamente la decisión de los tres jueces de Atlanta se lo impide, al haber sido anuladas por excesivas e ilegales las sentencias impuestas a esos tres héroes. No obstante, recordando aquello de que «nada humano me es ajeno» y conociendo ya al «personaje» (la Jueza), no debemos hacernos muchas ilusiones.
Habrá que estar atentos, no solo los abogados de la defensa que exigirán que las nuevas sentencias se pronuncien dentro del «marco legal establecido», sino todos los que se suman al reclamo de justicia. Se trata de sentencias condenatorias sobre supuestos delitos que, aunque no fueron cometidos, ni probados, fueron admitidos por un jurado prejuiciado en Miami al emitir su veredicto de culpabilidad sobre los acusados, por lo que no resultan impugnables ya en esa instancia judicial. Se trata de que en Miami —el único lugar del mundo donde no debió haberse celebrado el juicio— se deberá volver a pronunciar la misma Jueza, en nombre de la «justicia norteamericana», sobre tres de los cinco héroes cubanos que ya habían sido sancionados por ella anteriormente.
Es de esperar pues que en esa comunidad prejuiciada se repita el patrón ideológico del momento anterior, del juicio allí desarrollado. Cobran vida las palabras del abogado Atticus Finch, personaje principal de la famosa novela Matar a un ruiseñor (To kill a Mockingbird) de la escritora norteamericana Nelle Harper Lee (premio Pulitzer 1961), llevada a la pantalla con éxito en 1962, y representado por Gregory Peck (quien ganó un Oscar por esa actuación), cuando dijo «El sitio donde un hombre debería recibir un trato justo es precisamente en una sala de juicios, pero las personas siempre se las arreglan para llevar consigo sus resentimientos...».
Es un camino arduo, ya conocido, que no nos ha de devolver a los Héroes, pero legalmente hay que transitar por él, para agotar todas y cada una de las instancias legales de este amañado proceso, totalmente politizado, que va resultando interminable. La sentencia que de él surja podrá ser impugnada también.
El otro camino está por andar. Se trata de pedir a la Corte Suprema que emita un mandato u orden de certiorari (del latín cert, ‘ser informado’). Este camino ha despertado interrogantes: ¿Será un nuevo juicio? ¿Es igual que en la televisión o en el cine?, me preguntan alumnos, amigos o cualquier conocido. Trataré de ser breve, pero nos ha de llevar más de un artículo, pues se trata de un camino largo y complicado, y, por supuesto, diferente al de nuestro sistema legal.
Desde que se constituyó la Corte Suprema, por mandato del Artículo III de la Constitución de Estados Unidos, aprobada en la Convención de Filadelfia el 17 de septiembre de 1787, los casos sometidos a la consideración de la Corte fueron, cada vez más, en aumento. En los primeros años la Corte estaba obligada a admitir, valorar y decidir sobre todos los casos que se le sometieran en apelación, lo que luego por su número creciente la obligó a establecer un sistema de selección. En 1891 una Ley Judicial del Congreso le concedió a la Corte la autoridad y facultad para decidir sobre algunos casos, de manera que pueda aceptarlos o rechazarlos discrecionalmente. Surgió el certiorari, mandato por el cual la Corte Suprema instruye u ordena a una Corte inferior que certifique y eleve el expediente o historial (record) de un caso en particular para ser examinado por la más alta instancia judicial del país.
Esta «facultad discrecional» para decidir qué casos admitir y cuáles rechazar fue reforzada más aún por el Congreso de Estados Unidos en 1925 y en 1988, por lo que actualmente la «jurisdicción obligatoria» de la Corte Suprema casi ha desaparecido y virtualmente toda su actividad jurisdiccional resulta discrecional.
De esta manera la presentación de una apelación o recurso ante la Corte Suprema de Estados Unidos no lleva aparejada siquiera la obligación de dicho alto tribunal de escucharla. En la actualidad, y desde hace ya muchos años, la Corte solo se detiene a conocer de casos significativos, llamados según la propia doctrina jurídica norteamericana, como «casos de gravedad e importancia general» en los que están involucrados, supuestamente, principios de gran interés público, o gubernamental. Hace apenas unos pocos años un reporte estadístico judicial anual reflejaba que solo el cuatro por ciento de los casos presentados habían sido admitidos por la Corte Suprema, otorgando así el mandato de certiorari para conocer de ellos, no quiere decir que hayan sido declarados «con lugar», sino simplemente admitidos para ser valorados.
El caso de los Cinco es un proceso judicial de proporciones históricas, en el que salió a colación y fue revisada la política exterior de Estados Unidos hacia otro país, lo que en muy pocas ocasiones ha sucedido en un proceso judicial; que acumuló más de 119 volúmenes de testimonios, transcripciones y documentos estimados como posibles evidencias, que tiene incorporado al record (solo al primer juicio en Miami) más de 800 documentos, con alrededor de 50 000 páginas; que durante siete meses sesionó en la Corte (fue el juicio más largo en Estados Unidos en el momento en que tuvo lugar), y por el cual desfilaron 74 testigos (43 propuestos por la Fiscalía y 31 por la Defensa), entre ellos varios pertenecientes a los más altos niveles del Ejército de Estados Unidos como generales, almirantes, asesores de Seguridad Nacional y otros grandes personajes. Que ha tenido tres pronunciamientos o sentencias de la instancia apelativa (el Onceno Circuito de Apelaciones en Atlanta), una de las cuales, la extensa y documentada sentencia (99 páginas) del 9 de agosto de 2005, adoptada en forma unánime por los tres jueces del Circuito, declaró con lugar el recurso y revocó el veredicto de culpabilidad y anuló las sentencias condenatorias dictadas en Miami. Que aún en la sentencia que revoca la anterior, lograda por presiones políticas, dictada por el pleno del Tribunal de Circuito al año siguiente (2006), al resolver el recurso presentado por la Fiscalía, se emitió un voto particular por dos de los jueces, más documentado que la propia sentencia, que insiste en la nulidad del juicio celebrado en Miami por falta de un jurado imparcial. Que en la tercera de las sentencias dictadas por el Circuito de Atlanta vuelven dos de los tres jueces a emitir su voto particular. Lo que quiere decir que, fuera de Miami, solo se ha logrado una sentencia unánime a favor de los Cinco, las otras dos no han podido alcanzar la unanimidad y llevan votos particulares en contra.
El caso de los Cinco es, a todas luces, un caso excepcionalmente importante, en el cual la gravedad, connotación general e interés público exceden incluso a Estados Unidos, como lo demuestran el pronunciamiento del Grupo de Detenciones Arbitrarias de las Naciones Unidas, que declara arbitraria e ilegal su detención, las voces de los 346 comités de solidaridad con Cuba y los Cinco, constituidos en 109 países, y el llamado de los intelectuales, artistas, estudiantes, parlamentos, congresistas y hasta gobernantes en todo el mundo, que va constituyendo la fuerza y el impacto notable que la Corte ha reclamado para hacer suya la revisión de un proceso judicial. Este camino será largo y difícil pero se pelea, porque hay mucha razón y fuerza para llegar hasta el final y exigir justicia.