Nos encontrábamos en medio de una cola para pizzas, «circunstancialmente inmovilizada», y ya situados frente a su ventana-mostrador, aquel marco cuadrado de aluminio, a través del cual podía accederse a un plano general de cuanto sucedía en el local donde son preparados y expendidos a la vez esos discos salvadores, nos daba a ratos la sensación de estar viendo la pantalla de un inusual televisor holográfico.
En todo caso, la deliberada discordancia empleada se justifica gramaticalmente porque no era solamente este redactor el que asistía al hecho, sino una docena de personas más, incluyendo a algunos niños.
Al mismo tiempo en que se daba una porfía entre dos trabajadoras, por cierto, por asuntos internos del centro: «que si te ausentas al puesto o no, y si pasa o no pasa nada», al fondo, alguien, con los periódicos del día en la mano, hacía intentos por reunir a la sección sindical para efectuar el «matutino» correspondiente. Una mirada de reojo a la esfera del reloj acusaba sin embargo que eran pasadas las doce meridiano.
Pero el acto no se detenía ahí. La discusión entre las colegas cobraba nuevos decibeles, aunque una de ellas hacía oídos sordos, o se percataba, con juicio, que no eran aquellos ni el momento, ni el lugar adecuados. Mientras, el «aguerrido colectivo» no acababa de reunirse.
La razón era, a ojos vista, comprensible. Los integrantes del «taller» se hallaban en medio de sus faenas cotidianas, por lo que acceder a aquella reunión, en horario laboral, implicaba desatender momentáneamente al público.
Sin que tampoco hiciese falta conocer lo sucedido en el capítulo anterior, los parlamentos de los actores-obreros resultaban ser muy elocuentes. Los usuarios-televidentes se sorprendían al escuchar a uno de ellos cuestionarse la utilidad de aquella cita, mientras «Clara» lo convencía con el argumento de que, «el sindicato es quien te defiende ante los problemas y te da reservaciones». ¿¡!?
Los diálogos se hacían cada vez más «interesantes». La cola, empero, seguía demorando. Una mirada en derredor, me convenció de que el acto había logrado imantar la atención del público. Casi se puede decir que quería mucho más.
Fue la inesperada expresión de un «colero» la que puso fin a aquella escena, verdaderamente en clímax, y paralizaría por igual a todos: «¿¡Pero que ej’esto caballero, a ustedes no les da vergüenza que los están oyendo!? Esto parece un capítulo de Deja que yo te cuente». Y hubo mutis total.
Opino que no aportaría mucho citar aquí el nombre de aquella «unidadd». Tampoco me ha guiado el ánimo de caricaturizar a un colectivo laboral cuyas interioridades en realidad desconozco, y por demás, emitir criterios precipitados puede resultar algo inmerecido.
La cuestión está en meditar sobre si esta es la escena que se merece un cliente al visitar una unidad gastronómica. La pregunta a hacerse es si las negativas imágenes que se reproducen de algunas de ellas, y que incluso se generalizan, son simples equívocos como el clásico: «esto no es lo que parece», o sencillamente son salidas, cuando menos, de deslices de la ética laboral como los que se narran arriba.
Lo que me satisfaría, como consumidor pensante, sería conocer que las sugerencias de este comentario fueron descubiertas al calor de uno de esos «matutinos», pero no solo en el de la aludida pizzería. O que aportó algún grano de utilidad a una de esas reuniones, que son más provechosas mientras mejor organizadas están y que tal vez no tendrían ni siquiera que ser ocultas al público, siempre y cuando no se congele la cola, pero con la certeza de que hay «cosas» que es mejor no dejar que nadie nos las cuente.