Comentaba las dificultades cotidianas, las miles de veces que se habían notado y anotado en agendas de funcionarios, y cómo nada ocurría. Hablaba Pepito sobre las ganas que tenía de no tener que hablar. Poco a poco hasta los más entretenidos comenzaron a atender. «Oye, este se mandó». «No, si yo lo digo, que Pepito está loco». «Eso es lo que hay que hacer, chico, a ver si se resuelven las cosas». «¿Y qué dirá la gente de la directiva?...».
Pero quienes presidían el encuentro, cómodamente alojados en sus butacas, mataron la ráfaga de Pepito con una frase: «Todo eso que plantea el compañero está muy bien, pero no podemos convertir esto en una Asamblea de Servicios».
La anterior es, por supuesto, una situación ficticia; sin embargo, la traigo a colación porque ya perdí la cuenta de las veces en que algún buen debate se asesina con esa simple, tranquila, casi doctoral frase: «Esto no es una Asamblea de Servicios».
Y el auditorio, comprendiendo el argumento, flagelándose por plantear el problema de la chancleta cuando se discute la «Superteoría de la Relatividad», reconoce que sí, que debe hacer silencio.
Claro, sobreviene otra vez el aburrimiento. Los que conducen terminan prometiendo «elevar» todos los criterios, seguir «trabajando en ese (cualquier) sentido», y las penas que a nosotros nos matan siguen siendo tantas que se amontonan.
¿Qué es una Asamblea de Servicios? ¿Cuándo se realiza o debe realizarse? ¿La entrada es libre o se necesita invitación? ¿Por qué los trabajadores de la empresa, y los obreros de Comunales, y los maestros de la escuela, tienen esta manía de convertir cualquier cita en este tipo de asamblea? ¿Será que los servicios no son tan serviciales? ¿Cómo algún dirigente de un sistema social que privilegia el bien colectivo puede posponer o anular este y cualquier otro mecanismo de participación?...
Las respuestas no son nada sencillas. Pero a mi entender, nos urgen.
La acción y efecto de servir —esto es, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, servicio— desde hace mucho atraviesa en la Isla lagunas de apatía. El contexto plagado de necesidades; la ineficiente gestión de algunos funcionarios y controladores; los eternos sinsabores de la burocracia, y otros males mayores que poco a poco se intentan resolver, como la correspondencia salario-trabajo, así lo han condicionado.
Si bien es cierto que tenemos momentos y espacios de debate, también lo es que las piedras en cada zapato continúan obligándonos a «estallar» al más mínimo chance.
Ahora, no todos los que conducen son tan rígidos. Los hay también que escuchan pacientemente hasta las más ácidas críticas. Pero cuidado, en este segundo grupo existen quienes concluyen con «felicidades, gracias, nos complace complacer»; y dan por terminada la reunión. Después pasan los días-meses-años, y la vida, como decía Julio Iglesias, sigue igual.
Con este tipo de mandantes, habrá que exigir cuanto antes una Asamblea de Respuestas.