Como he afirmado antes, la familia humana está enferma de gravedad y existe el peligro real de que nuestra especie, junto a las demás que habitan el planeta Tierra, desaparezca a causa de la ruptura del equilibro ecológico que hace posible la vida, o de guerras en las que intervengan las mortíferas y poderosas armas que se acumulan en los arsenales de las grandes potencias.
Esta crisis es, según opinión de hombres de gran saber, la más profunda y abarcadora desde la caída del imperio romano, y aunque no pretendemos establecer un paralelismo simétrico entre aquel y el imperio yanqui actual, lo cierto es que se van desplegando de forma cada vez más acusada, al igual que hace mil seiscientos años, los síntomas inequívocos de su decadencia. En aquella época, a los que hoy llaman inmigrantes los llamaban bárbaros.
Estados Unidos lleva en su seno los gérmenes de su fraccionamiento. Conformado por inmigrantes, discrimina a todos los que no son blancos sajones y puede sufrir procesos similares a los que ellos alientan en distintas regiones del mundo. Ya José Martí en 1894 señalaba:
«Es de supina ignorancia y de ligereza infantil y punible, hablar de los Estados Unidos (...) como de una nación total e igual, de libertad unánime y de conquistas definitivas: semejantes Estados Unidos son una ilusión o una superchería».
El poder hegemónico del imperialismo norteamericano se basa hoy, sobre todo, en el poderío militar y la superioridad abrumadora de su armamento. Todos sabemos que a lo largo de la historia la fuerzas armadas se han empleado para proteger y expandir los sistemas socioeconómicos, pero no pueden ellas crear por sí mismas un nuevo orden económico y social.
A la oligarquía dominante no le queda más alternativa que apelar a la violencia a secas, proclamando a través de Bush su intención de llevar la guerra a cualquier oscuro rincón del planeta donde sus intereses se vean en peligro. Esto se aprecia en acontecimientos como los de Afganistán, Iraq, las amenazas a Irán y en los intentos de revivir la guerra fría con astronómicos presupuestos militares y en utilizar el avance de la OTAN hacia el Este para chantajear y neutralizar a Rusia.
Todo ello está mostrando el proceso de muerte de un imperio y la encrucijada en la que se encuentra, que lo conduce a tener que escoger entre retroceder y actuar con cordura o destruir a la humanidad; pero nunca tendrá la victoria con que sueña.
Hace más de un siglo Rosa Luxemburgo dijo «socialismo o barbarie»; hoy alguien añadió «barbarie, si tenemos suerte...».
Frente a esto, y como parte positiva de la crisis, está el ascenso de los procesos integracionistas en América Latina y el Caribe, cuyas más claras muestras las tenemos en el ALBA, con la activa participación de Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba, y a la que se suman otros países caribeños. Se aprecia, asimismo, en la creación de UNASUR (Unión de Naciones Sudamericanas) sobre el fundamento de la alianza que han hecho los presidentes Chávez, Lula, Cristina Fernández, Evo Morales y Correa. Y no solo esto, sino que en todos o en la mayoría de los países de nuestra América se observa un creciente movimiento de rebeldía popular.
El sistema norteamericano ha perdido fuerza económica para dominar o encauzar a su favor todos esos procesos en marcha, y es cada día más evidente que es necesario reajustar radicalmente su política en dirección muy diferente a la que representan el señor Bush y la ultraderecha de Estados Unidos. El proceso electoral en marcha ha mostrado situaciones inéditas que nos obligan a un análisis profundo de sus consecuencias para el futuro de ese país y de las relaciones bilaterales de Cuba con Estados Unidos. En ese país hay fuerzas que pueden influir a favor de un cambio sensato de política.
Partiendo de esa apreciación cobra cada día mayor importancia establecer canales de comunicación con esos sectores sensatos de la sociedad norteamericana, partiendo del mensaje que nos legara José Martí, quien, como se sabe, vivió casi quince años en ese país y lo conoció profundamente. Dijo el Apóstol:
«En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder —mero fortín de la Roma americana—; y si libres —y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora— serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio —por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles— hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo».