La Habana duerme espléndida aún a las 5 y 30 a.m. Aprovecha el último sueño, a punto de que comiencen a sonar despertadores aquí y allá. La ciudad se muestra apacible, como esas mujeres que sueñan delicadezas y sonríen desde su almohada, después de tropeles y excesos de un duro día.
Camino por el Malecón desde La Punta a La Chorrera, y apenas pasa un solitario auto; podría bailarse una rueda de casino en medio de la vía. Frente al Polifemo luminoso del Morro, comienzan a encenderse ventanitas sobre las fachadas de los edificios a lo largo del litoral. Pero aún hay paz, apenas transgredida por algún que otro trasnochador, botella o guitarra en mano, y aislados amantes desbordando pasiones hasta el sol.
Aun así, avanzo por el silencioso Malecón, y mis pasos se enredan con sobras inertes de la juerga nocturna: envolturas de golosinas y cucuruchos sin maní, latas de cerveza y refresco vacías, cajas de Planchao planchadas por los caminantes y botellas de ron astilladas sobre el suelo, conforman el tapiz de los excesos.
Alcanzo a Pablo Mesa, un trabajador de Servicios Comunales. Escobillón en mano y con su carrito-depósito, barre la inmundicia sobre la acera con silenciosa resignación, hasta que se rebela con mis preguntas:
—Esto no es nada, periodista. Venga los fines de semana si quiere ver lo desconsiderada que es la mayoría de la gente. Me da vergüenza cuando algunos turistas extranjeros, bien tempranito, corren por aquí, y llegan hasta mí a botar cualquier papelito o envase que tengan en la mano.
A la altura del parque Maceo, ciertos quioscos repentinos sobre la explanada en que se «hincha» el rectilíneo diseño del Malecón, muestran a su alrededor las mismas huellas del desenfreno nocturno.
En el camino, otro limpiador de Comunales, Rogelio Aguilera, semeja una añeja estampa de la decencia, cuando me dice: «Para servirle», y me habla con cierto respeto campesino, sin dejar de barrer, a solo unos metros de un auto parqueado con las puertas abiertas, que vomita escandalosamente un procaz reguetón.
En la acera de enfrente, su compañero de trabajo, Israel Pileta, se las entiende también con ciertos arroyuelos de orina y desechos que brotan entre las columnas de un edificio, y desembocan en los tupidos tragantes.
—No hay disciplina, ni siento que nadie ponga orden, compadre... ¿Inspectores? ¿Multas?...
No más acaba de limpiar un tramo de la acera, y ya un caminante lanza sobre la estela del trabajo recién hecho una lata de Bucanero, como diciendo: La pagué y la dejo donde me parezca.
—Muchas veces, cuando les llamas la atención, te dicen: «Si nosotros no ensuciamos, qué van a hacer ustedes. Ustedes están para limpiar...». Esto no es fácil, mi amigo, y no sé cómo vamos a solucionarlo...
Vuelvo al muro del Malecón y comienzo a caminar sobre él. Los depósitos de basura plásticos a lo largo de la vía están rodeados, paradójicamente, de desechos en el piso. Y entre estos, no pocos han sufrido el vandalismo: unos desmantelados totalmente, otros sin tapa...
De la negrura en el horizonte van brotando gradualmente los azules, nácar y lilas del amanecer, hasta que se roban el paisaje. Y es cuando descubro que el vertedero de la acera es un capricho de niño travieso al lado del pandemonium incontrolable de todos los posibles detritus a la derecha, sobre el diente de perro que las olas acarician. Ya es un hábito que cada noche, sentados en el muro, los gozadores lancen los restos de sus excesos como malas palabras voceadas sobre un concierto de Mozart en el Amadeo Roldán.
Ya el Sol levanta destellos en las latas y envolturas abandonadas. Y entre tantos maratonistas por cuenta propia, me topo con Julia Álvarez. Me confiesa que al principio caminaba por el muro, para sentirse más plena. Pero ante la deprimente imagen del litoral, optó por transitar a lo largo de la acera que, agredida también, al menos «le da empleo» a los de Comunales.
Uno entonces piensa que, cuando el mar se encrespa y no cree en muro ni en avenida, devolviendo todo lo que le conferimos, es que quizá se rebela contra tanto maltrato, diciéndonos: Ahí tienen lo que se merecen.
Llego al Torreón de La Chorrera, principio o final del Malecón, y observo una nata de desperdicios tapizando la ensenada: plásticos, zapatos, botellas y hasta el cadáver de un pez que no resistió tanta embestida.
Al este, el Sol asciende con levedad. Los pescadores de orilla persisten con sus avíos, ajenos al tráfico incesante sobre la vía. Y después de presenciar tanta desidia sobre los rizos del mar y al otro lado del muro, uno se pregunta si la peor contaminación no radica en la conducta de tantos seres humanos, amparada en la impunidad social.
Hoy 5 de junio, Día Internacional del Medio Ambiente, y como en otros confines del mundo, se realiza en La Habana el maratón Limpiando el Mar. Pero, ¿qué volverá a suceder mañana, el año que viene o dentro de 50 años? Fotos: Franklin Reyes