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Cuba-Estados Unidos: ¿Qué pasó el 20 de mayo?

Autor:

Juventud Rebelde

El 20 de mayo de 1902 fue un día «célebre» para Cuba: en un acto simbólico ondeó por primera vez su bandera en el mástil del Morro de la capital. Hubo quienes vieron en ello la posibilidad de continuar los sueños frustrados por la «gestión salvadora» de EE.UU. Estremecidos por la presencia de su estandarte, algunos habaneros le pidieron proteger a un pueblo «libre, virtuoso, fuerte»; mas el país fue invadido por una mezcla de incertidumbre y aflicción, y no pocos sintieron amargura o rabia. Ya nada podía hacerse, al menos por el momento.

Desmembrado el Partido Revolucionario Cubano; desamparados a su suerte la mayoría de los combatientes del Ejército Libertador; disuelta la Asamblea del Cerro; marginadas las cubanas con edad para el voto; imposibilitado de intervenir en el debate político un pueblo mayormente analfabeto, abandonado por su élite intelectual y una economía en ruinas, el terreno para que EE.UU. recogiera su fruta madura, o madurada, estaba abonado.

En 1906 el ejército asesinó sin conmiseración alguna, a machetazos, al general Quintín Banderas; pobre y sin pensión murió Canducha, la abanderada en la toma de Bayamo, en 1868, e hija del autor del Himno Nacional; ciega y desamparada agonizó Paulina, la madre negra del Apóstol, a quien tanto ayudó en Tampa y Cayo Hueso.

La historia había comenzado cuando, tras su independencia, EE.UU. convirtió la expansión económica en prioridad de orden estratégico y algunos padres fundadores mostraron interés por dominar la Isla. En 1823 el secretario de Estado, John Quincy Adams, confesó que anexarse a Cuba les era indispensable; pero no creyó oportuno actuar aún y explica su teoría de la «fruta madura», convencido de que al separarnos de España gravitaríamos hacia el Norte, «exclusivamente».

Durante el siglo XIX, EE.UU. amplió progresivamente su dominio sobre nuestro comercio y ya en 1880 el retraso tecnológico de los ingenios criollos, el desarrollo de los refinadores yanquis y el auge del azúcar de remolacha en Europa provocaron la dependencia del crudo cubano al mercado estadounidense. Para 1895 se había consumado la anexión económica y los empresarios norteamericanos, con inversiones en Cuba valoradas en 50 millones de dólares, comienzan a presionar a Washington para hacer valer sus «derechos» sobre la Isla.

En 1897 Theodore Roosevelt, entonces subsecretario norteamericano de Marina, escribió a un amigo, con palabras que parecen de hoy: «En estricta confidencia, agradecería cualquier guerra, pues creo que este país necesita una».

En 1898 el Ejército Libertador dominaba el teatro de operaciones militares y las tropas españolas estaban agotadas física y moralmente. Aprovechando la coyuntura, el Congreso de EE.UU. aprobó una «Resolución conjunta» que establecía intervenir en la guerra para «garantizar» la libertad de Cuba, pero prometía dejar su dominio luego de pacificarla. La República en Armas la interpretó como el reconocimiento a nuestra nación y ordenó a los jefes mambises colaborar con las fuerzas estadounidenses. Lamentablemente, los jefes cubanos no pudieron acceder a la carta en la que el Subsecretario de Guerra yanqui instruía al Jefe del contingente de ocupación: «[...] Debemos destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones. Debemos concentrar el bloqueo de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. [...] debemos crear dificultades al gobierno independiente y estas y la falta de medios para cumplir con nuestras demandas y las obligaciones creadas por nosotros, los gastos de guerra y la organización del nuevo país, tendrán que ser confrontadas por ellos [...]. Resumiendo: nuestra política debe ser siempre apoyar al más débil contra el más fuerte hasta que hayamos obtenido el exterminio de ambos a fin de anexarnos la Perla de las Antillas».

España capituló el 12 de agosto de 1898 y el 1ro. de enero de 1899 fue izada la bandera norteamericana. Pasados tres años, EE.UU. «autorizó» a Cuba un Gobierno propio; pero bajo amenaza de prolongar la ocupación indefinidamente impuso la Enmienda Platt, con la que dejaba claro su título de propiedad, porque le impedía celebrar tratados con otros países; establecía su facultad para intervenir en el país cuando lo demandaran sus intereses e imponía su derecho a comprar o arrendar tierras para establecer estaciones navales o carboneras.

El desprecio del interventor Wood hacia los cubanos se reflejaría en una carta donde informó al presidente Roosevelt sobre las protestas contra la Enmienda: «Ellos son los agitadores de la convención conducidos por un negrito de nombre Juan Gualberto Gómez, de hedionda reputación tanto moral como política [...] cree que él puede forzar la discusión hasta que nosotros nos retractemos [...]».

A lo largo de la República neocolonial, se acrecentaría la dependencia económica y política de EE.UU. La trágica historia terminó el 1ro. de enero de 1959. Ese día, cuando en el parque Céspedes de Santiago de Cuba Fidel Castro, artífice de la victoria, se dirigía a nuestro pueblo, por su voz hablaban también los mambises humillados, las mujeres relegadas, los negros masacrados, aquellos cubanos dignos que vieron «irse a bolina», entre el entreguismo y la corrupción, las esperanzas anidadas en sus corazones durante más de 30 años.

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