Aunque algunos arrogantes los tilden de escribanos capitulares, al final son muy intuitivos esos seres que van por la vida como eficientes secretarios, levantando actas de lo que ven y oyen, haciendo diarios, tomándole el pulso a los acontecimientos por efímeros que puedan parecer.
A mí que no me engañen: ellos se las huelen, y presagian resplandores y eternidades en lo que otros solo perciben rutinas y deberes, hechos ramplones. Que resucite ahora Bernal Díaz del Castillo, y me venga a decir que apenas contaba chismecitos de viaje para la Corona y no estaba narrando el parte aguas de la Historia. Que la precoz Ana Frank, si reencarna hoy en Ámsterdam, pretenda convencerme de que escribía solo para la imaginaria Kitty, cuando desgarró su ingenuidad adolescente en alertarnos del horror nazi desde un escondrijo.
Entre esos adelantados para catapultar la cotidianidad hacia el futuro está Ángel Arcos Bergnes, un polémico revolucionario y contador cubano que en dos ocasiones ha rozado infructuosamente el Premio Nacional de Economía como candidato. Ángel bien pudiera irse de esta vida sin ese lauro, porque tuvo el privilegio mayor de laborar y formarse a las órdenes de aquel irrepetible ministro de Industrias y de la economía socialista sin dogmas, de los vuelcos y la nueva vida, que fue Ernesto Guevara de la Serna, en el decisivo y primer lustro de los 60.
Muchos funcionarios compartieron aquellos días memorables de la creatividad ministerial del Che, mucho menos explorada que su gesta épica, y más inquietante y preguntona aún. Pero aquel Ángel travieso y zumbón ya trabajaba para la curiosidad futura con sus apuntes impenitentes, cuando ejercía de director de Personal en el Ministerio de Industrias, y después al frente de las ramas Mecánica Liviana y de Textil y Cuero. Con sus blocs de notas, le seguía el rastro a aquel ministro soñador y rebelde en los consejos de dirección, las plenarias y hasta en los pasillos, describiendo escenas, narrando anécdotas de recorridos, glosando diálogos cortantes y lúcidos.
Así, como un rapsoda de lo vivido en la verdeolivo e intrépida génesis del poder socialista, Arcos se ha sumado a la ya abierta brecha testimonial de su amigo Orlando Borrego, el segundo al mando de aquel Ministerio palpitante. Sin un alpiste de pretensiones literarias ni de atalaya de la Historia, Arcos ha traspasado los arcos de la literatura testimonial de la Revolución Cubana, con el libro Evocando al Che, noble fruto de la editorial Ciencias Sociales en el 40 aniversario de la caída —más bien ascensión a la eternidad— del universal revolucionario.
No ha hecho más que contar lo visto, escuchado y sentido junto al Che en días de gloria, en los combates contra el descontrol, la chapucería y la mediocridad, el oportunismo y el dogmatismo, el acomodamiento, los lamebotas y tantos lastres que aún seguimos soltando con no pocos forcejeos, para hacer volar el sueño de un socialismo siempre renovado.
Ángel nos baja del pedestal al Che ministro, para que nos dé un apretón de manos por los pasillos del Ministerio de Industrias y de improviso desate una de sus filosas ironías, no sin antes conmoverse hasta la ternura. Un ministro con botas sucias, oloroso a sudor de trabajo voluntario, desaliñado en la apariencia externa y de una limpieza de alma digna de toda la pedagogía humana. El primero entre los primeros al deber, el más exigente consigo mismo antes que con sus subordinados, y el apasionado ministro también, que se equivoca un día y luego lo reconoce con humildad.
Las historias narradas con sencillez por un testimoniante de primera mano, cual viñetas transidas de admiración por aquel hombre inmenso, no esconden la febril pasión y el súbito talante cáustico del héroe. No faltan anécdotas conflictuales del Che con sus fieles colaboradores, muchas de ellas con el propio Arcos, que fue su leal y travieso discrepante como solo lo hacen los hijos desde el rebelde amor a sus padres.
Hay pasajes memorables, pletóricos de grandeza y humanismo por sobre las costuras de pasiones, desavenencias e imperfecciones humanas, que se hubieran perdido sin la sensibilidad y la inquieta pupila de un observador como Arcos. Hay anécdotas que no cabrían en esas aburridas y monolíticas relatorías, esas cosméticas referencias que nos alejan tangencialmente a los héroes y los vacían de hormonas, hasta dejarlos en un limbo de santurrones.
Al final, habrá que agradecerle a Arcos Bergnes su disciplina para apuntarlo todo, hasta el mínimo gesto o la palabra conmovida, y también la palabrota o el desafuero y el regaño. Habrá que recordarle siempre por ese desinterés guevariano de no quedarse con tanto tesoro vivencial, y esparcirlo para siempre sin privilegios ni egoísmos epocales, como el Che compartía la merienda de igual a igual, y el destino de millones de igual a igual.