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Respuestas en el viento

Autor:

Juventud Rebelde
«Hay respuestas en la vida, tan absurdas... ¡Yo no sé!». Así pudiera comenzar la parodia moderna del fabuloso poema de Vallejo para referir cuánto dislate habita hoy en ciertas instituciones, que mal responden las quejas y sinsabores de no pocos ciudadanos de este país.

Ahí están, para reafirmarlo, algunas de las réplicas encartonadas de varios organismos a la sección Acuse de recibo, de este periódico, en la cual se traslucen historias previas de tortuosos peloteos o de interminables desatenciones.

Estoy por sospechar, incluso, que se ha circulado cómplicemente entre burócratas un «modelo de respuestas», con casillas prefabricadas y todo, que de seguro se llena en poco más de un pestañazo.

De lo contrario, sería imposible que tantas contestaciones tengan idénticos discursos: «Hemos analizado con los diferentes factores involucrados la situación planteada; y hemos concluido que, en efecto, no se dieron los distintos pasos correspondientes en este caso. Le ofrecemos, pues, disculpas al afectado por las molestias ocasionadas, trataremos de darle solución a su problema en el más breve plazo. Asimismo, le comunicamos que se tomarán las medidas pertinentes con los responsables» (¡!).

Pero hay respuestas mucho peores, que «abren zanjas oscuras» y terminan por socavar, de cierto modo, la credibilidad en las instituciones creadas hace años para atender y preocuparse por los seres humanos. Son las respuestas del silencio, aquellas que quedan colgadas en el aire y jamás aterrizan en la realidad de las personas.

No se ha de ir al cosmos para demostrarlo. Cuántas veces, por ejemplo, diversos planteamientos formulados en las rendiciones de cuenta del delegado ante sus electores, subieron, se elevaron, llegaron a las nubes y acabaron evaporados en un acta celestial.

Cuántas veces un artículo periodístico, reflejo de las inquietudes de un grupo, quedó hervido en el retrete de un llamado decisor.

Con tales volatilizaciones se mengua, inobjetablemente, el poder del pueblo —ese concepto sin abstracciones por el que hemos luchado con sudor o sangre— y, por consiguiente, comienza a agrietarse nuestra democracia, que es sin duda la más hermosa y sólida del mundo, mas no está exenta de oquedades.

Ahora, mientras redacto, me vienen a la mente los individuos de un barrio bayamés que desde hace cinco años esbozan las mismas preocupaciones en las asambleas de vecinos: voltaje bajo, filtraciones en un edificio familiar que jamás impermeabilizaron, irregularidades en la recogida de desechos sólidos, una calle por construir en la que se empoza el agua bendita para mosquitos...

Y jamás los representantes de los «organismos implicados» —Vivienda, Empresa Eléctrica, Comunales...— dieron la cara, aunque sea para explicar; o al menos demostrar que no son invisibles, como algunos creen.

Cuando se choca con esas realidades ocasionales y otras más dolorosas surgen, inevitables, las preguntas: ¿Están esos regentes por encima de los arco iris y los nimbos? ¿No existen mecanismos de presión para aclararles que ellos no son amos que pueden darles la espalda a sus conciudadanos?

Con un país tan organizado como ningún otro, no hay nadie en Cuba que, en hipótesis, pueda pasar por encima de los demás sin escucharlos. Tampoco existe, legalmente, alguien capaz de desentenderse de los organismos rectores de la sociedad.

Sin embargo, en oportunidades la práctica desborda la teoría. Y las respuestas del silencio se perpetúan para revelarnos que no hemos ganado todavía la guerra contra el mutismo y cierta tendencia a la impunidad.

No hay mejor respuesta que la acción, reza un proverbio conocido. Las respuestas no pueden estar, por ende, en lo que un viento sordo y prepotente se llevó.

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