«Es del carajo la separación de la familia, de la tierra, de la gente de uno», subraya en buen cubano. Y luego añade con realismo: «De verdad te digo que el dinero es bueno, pero no hay palacio como la casa de familia, como ya dijo quien todo lo dijo».
En realidad, sus líneas se refieren a la bella frase de José Martí, ese ser humano extraordinario que sufrió la lejanía de los suyos sin oropeles y sin caudales: «El que ha andado la vida, y visto reyes, sabe que no hay palacio como la casa de familia».
Desde hace días me vienen tintineando en la cabeza las letras de mi amigo. Porque ilustran y edifican; porque filosofan con sencillez sobre esta vida, que no se circunscribe a la espesura de un bolsillo ni al brillo de las ansiadas estampillas.
Esas breves oraciones enviadas desde la lejanía me hacen pensar también en tantos míseros diablos modernos que, creyendo que la felicidad habita en cofres repletos, vendieron su alma, traicionaron a los suyos, renegaron de su pasado, blasfemaron de su tierra...
Me recuerdan aquel proverbio chino que antes —quizá ya no— aprendíamos en la adolescencia: «El dinero puede comprar una casa, pero no un hogar. El dinero puede comprar un reloj, pero no el tiempo. El dinero puede comprar una cama, pero no el sueño... El dinero puede comprar el sexo, pero no el amor».
Y me traen trozos de una canción emblemática de Silvio: «Vaya con suerte quien se crea astuto porque ha logrado acumular objetos, pobre mortal que desalmado y bruto perdió el amor y se perdió el respeto».
Pero si por algo me campanea el mensaje de mi amigo es porque no cierro los ojos y veo la realidad circundante: decenas de coterráneos no entienden en lo más mínimo las enseñanzas del proverbio, ni la sabia sentencia del trovador, y ni siquiera el apotegma hondo del Apóstol.
Y, con tal de amontonar materia fulgurante, acudieron a la zancadilla, al método torcido, a la desvalorización de la familia, a la invención impúdica o al mismísimo alquiler del cuerpo.
No es pecado, por supuesto, poseer fortuna. La atrocidad sobreviene cuando para obtenerla se comete el crimen del espíritu o cuando se hace del dinero —que tanto resuelve— la esencia de cada acto de la existencia.
Recuerdo ahora a tres o cuatro «recatadas» señoronas de un barrio, que negaban a sus hijas jovencitas la posibilidad de liarse con muchachos de más años porque «tenían que pensar en el futuro». Sin embargo, les aceptaron, al final, novios de las edades de sus abuelos, que andaban en bermudas y camisetas, no hablaban en español y pasaban el día bebiendo «cerveza de latica».
Evoco, al escribir, al que se empapeló primero para viajar al extranjero, dejando para después y nunca al condiscípulo que lo merecía primero.
Evoco al que para comprarse la pacotilla de moda hurtó el propio monedero de sus padres o al que vendió de manera subrepticia un cuarto del almacén estatal para hacerse construir un palacio.
Y mientras deslizo el final de estos párrafos desentierro las palabras de un joven guantanamero que, en una encuesta de JR sobre los desafíos de la Cuba del futuro, contestó:
«Algunas oportunidades que el propio Fidel dio a muchos a veces no se aprovechan, más bien se desperdician olímpicamente, y vemos profesionales poco preparados, personas que solo están pensando en viajar por el interés monetario que representa. Preocupa que esos mismos jóvenes que hoy son beneficiados mañana no sepan, no puedan o no quieran retribuirle a la sociedad los esfuerzos que hoy hace por ellos».
En esa respuesta del muchacho, publicada el 24 de febrero en nuestras páginas, hay también muchas piedras filosóficas, como en la carta digital de mi amigo.
No son pocos —tengámoslo presente— los que hicieron y hacen como las señoras aparentemente decentes, como el empapelador, como el mal hijo cleptómano, como el estafador del almacén y como los individuos de los que hablaba el mozalbete de Guantánamo.
De manera que en esa verdad radica la real muralla que hace peligrar ciertos sueños de virtud. Y sería «del carajo», como dice mi conocido, que se cercenaran por no haberla entendido con toda la urgencia necesaria.