—dice, y agrega más adelante—: Pues, en cualquier caso, lo único que podría festejarse es que todo está saliendo según el guión dictado desde el Palacio de la Revolución».
Claro, el problema todavía es más profundo, y ellos lo saben; porque la frustración de amos y siervos ante la permanencia de la Revolución en los meses y años siguientes al desplome del socialismo este europeo, fue compensada con una ilusión inflada como un globo de gas helio: la supervivencia de la Revolución se debía a un hombre, a un «genio del mal», y su desaparición marcaría el fin. La maquinaria mediática empezó a inflar el globo post, y todo cubano que llegaba a un país europeo, tenía que responder una pregunta que probablemente nunca se había hecho: ¿qué pasará el día después? No era una preocupación cubana, era un intento desesperado por sembrar una preocupación en Cuba. Los españoles, tan dados a asumir poses paternales, nostálgicamente metropolitanas, abrazaron la idea descabellada de enseñarnos el camino de la transición. Esa palabra sin apellidos —con apellidos ocultos, para decirlo mejor—, no se acompañaba de explicación alguna. «Dígame —decían los sabios académicos, y también los periodistas, mientras fruncían el ceño—, ¿usted cree que la transición en Cuba será cruenta o pacífica?». Parecía casi ilícito preguntar: ¿de cuál transición usted me habla?
Pero, inesperadamente, a mitad de la narración, cuando ni siquiera los gestores pensaban en un desenlace, Fidel cedió por motivos de salud —al menos de forma momentánea—, sus responsabilidades históricas. Hubo euforia allí donde las cámaras ahora no encuentran mucho entusiasmo, quizá porque los únicos convencidos del cuento eran los muchachones de la Pequeña Habana miamense. La sorpresa y la fe en sus propios embustes, los paralizó. Quedaron a la espera, y pasaron los meses, y nada más pasó, es decir, nada de lo esperado por ellos. No es que no hubiese nada que cambiar, Fidel lo había advertido una y otra vez, en especial en su promocionado discurso del Aula Magna, pero evidentemente, el enemigo más eficiente no estaba en Miami, no era aquel que planeaba un regreso triunfal. Más de una década de sobrevivencia heroica habían creado contradicciones sociales impensables en los años 80. Los enemigos señalaban con placer morboso cada contradicción e invocaban en una confusa retórica su necesaria consolidación en el capitalismo; los revolucionarios señalábamos cada contradicción y la necesidad de eliminarlas, para fortalecer el socialismo. ¿Dos tránsitos opuestos? Cada década revolucionaria ha sido diferente en su unidad histórica, la Revolución sabe y puede rectificar sus errores y desvíos sin perder el rumbo. A ellos, en cambio, el tiempo se les va de las manos como agua, empeñados en descifrar o inventar señales —como esa absurda de los jóvenes revolucionarios de la UCI—, que indiquen que el vehículo de la Historia doblará hacia la derecha.
Hoy los cubanos hemos vivido un espectáculo mediático inusitado, de poca monta, desabrido: los miamenses no acudieron a la cita con la euforia del libreto original, porque saben ya que la Revolución no depende de un hombre, por genial que sea, sino de todo un pueblo. Los cubanos de Cuba, que en su inmensa mayoría votaron por la Revolución en las pasadas elecciones —no importa cuánto haya que perfeccionarla—, se sintieron tristes, pero no experimentaron temor ante el futuro. Entonces, ¿qué queda? La prensa norteamericana y europea, en un ridículo despliegue informativo sobre un acontecimiento interno al que los cubanos —aunque lo consideraban, como todos los hombres y mujeres honestos del mundo, trascendente en lo emocional y en lo histórico— concedían poca importancia para su futuro, lanzaba a vuelo las campanas del próximo fin, tantas veces invocado, de la Revolución. Espectáculo mediático con poca participación de cubanos. ¿La verdad es lo que es o lo que los medios imponen?
Si todos los humanos se convencieran de que Cuba debe regresar al capitalismo, todavía faltaría lo más importante: convencer a los cubanos. Y eso, lo predigo, será mucho más difícil.