A pesar de que los tres últimos viernes he intentado analizar el valor de tres palabras —flexibilidad, racionalidad y realismo—, nadie por ello puede inferir que mis escritos hayan pretendido ser una sucursal medio herética del diccionario de la lengua. Solo me ha guiado una intención política. Mal que bien, esta sección se ha empeñado en cobijar visiones políticas.
Por lo tanto, solo he tenido en cuenta el significado usual como punto de partida. Pongo por ejemplo la palabra «realismo». Omití su definición estética, su carácter de método literario de creación. Y me ceñí a su sentido práctico: el atenerse a las cosas de la realidad, de verlas como son y no como queremos que sean. El realismo de la vida cotidiana implica, como ya dije, apreciarla en su verdadera apariencia y sobre todo en su esencia. Porque, apoyándome ahora en una fórmula literaria, el mejor realismo no es el que describe las cosas de la realidad, sino el que devela la realidad de las cosas. Y ver más allá de lo que existe, dilucidar los «porqué pasan» las cosas es una de las tareas de la política, al menos de la más efectiva.
Inevitablemente tengo que asumir poses de profesor. Imagino cuánto dirán de mí algunos lectores. Ah, qué se cree este... Me disculpan. No siempre podré emitir juicios contundentes, que estremezcan a cuantos leen. Ahora me gustaría decir que para ver la realidad como es, por dentro y por fuera, hace falta correspondencia entre mis deseos y lo que observo realmente, entre lo que proyecto y lo que hago, es decir, correspondencia entre mis palabras y mis actos, entre mis principios y mis fines, mis acciones y sus resultados. Por ese camino —el de la correspondencia— tal vez encontremos los medios para que haya una exacta equivalencia entre la realidad que soñamos y en la que vivimos.
De otro modo, pasaríamos la existencia pretendiendo concretar la realidad ideal sin que se erija alguna vez como realidad palpable. Y de ahí, de ese desajuste proviene la falta de correspondencia que a veces uno nota entre la retórica, las palabras magnificadas, casi vacías, y los actos. A veces uno oye: el ser humano es nuestro capital principal, pero en la práctica uno no halla soldadura entre esa formulación programática, doctrinal, y la realidad. Algunos se empeñan en la incongruencia y repiten el «teque», un teque que es como siempre lo ha sido: vacío, rancioso, falto de explicaciones claras. Un «teque» que exalta a la persona humana y a veces, en cambio, este o aquel ciudadano se queda esperando a que lo reciban en una oficina, o que le expliquen lógica y convincentemente por qué su problema ahora no puede ser resuelto...
He oído explicaciones que lo único que consiguen es atizar la exigencia de nuevas explicaciones. Nos estamos habituando a poner la solución solo en manos de la gente, del esfuerzo de la gente, sin considerar el papel de los medios de trabajo, su organización y las modificaciones imprescindibles y urgentes que los dinamicen creadoramente.
No tengo ánimo hipercrítico. Pero, en última instancia, es preferible pasarse por un momento a la hipercrítica que permanecer militando en el bando de la «acrítica». Y tengamos en cuenta que una lucha exagerada contra la hipercrítica también es proclive de acorralar la crítica, ese instrumento revolucionario, ese método para establecer la correspondencia entre lo que hacemos y sus resultados. ¿Cuándo soy hipercrítico, cuándo no lo soy?
Habrá que recordar que la crítica aparece cuando ciertos actos y decisiones, aunque partan de la mejor intención, son percibidos como injusticias, descuidos, inconsecuencias. La propaganda, que a veces pinta flores donde solo quedan pétalos secos, es una lamentable sustituta del lenguaje político valiente, audaz, exacto. Porque la correspondencia entre el ideal de sociedad que la mayoría de los cubanos defendemos, y los hechos actuales se traduce en ser consecuentes. Si queremos perdurar, habrá quizá que tener en cuenta estas palabras: flexibilidad, racionalidad, realismo y correspondencia. Todas se mezclan. Porque, en fin, la vida es mezcla.