Agotada por un día de intenso trajín, la conversación de un padre, escuchada al pasar, provocó en mí varias reflexiones.
Félix —aún recuerdo su nombre— comentaba a su amiga lo feliz que era, pues su hija de 19 años le había confiado su más íntimo secreto.
Estaba satisfecho y estoy segura que durmió y dormirá tranquilo por el resto de sus días, pues la distancia de un divorcio prolongado no le había robado el cariño y el apego de su niña.
Sin embargo, hay un detalle en el que no estoy de acuerdo con el protagonista de mi historia, porque la distancia entre progenitores y descendientes surge si alguno de los miembros de la pareja lo permiten. ¿Lo permitió Félix? Parece que no.
La felicidad de este hombre es consecuencia de casi dos décadas de atención y esmero, de correspondencia continuada y, por sobre todas las cosas, de acercamiento entre padre e hija.
Realmente hay un error de concepto, pues la ruptura de una relación de pareja no significa desvincularse de la semilla engendrada, aunque por desgracia no son pocos quienes se equivocan, y por tanto, tampoco escasean las historias de hijos que ni siquiera conocen a su progenitor.
Cuantas madres o familiares cercanos han escuchado en el padre ausente justificaciones como: «No tengo tiempo este fin de semana, ya mandé la pensión del mes, tengo otros compromisos...». Sencillamente, el hijo no existe en la mente del padre.
Ellos se escudan en la frase hecha a la medida para la ocasión: No hay tiempo, como si los niños pidieran venir al mundo o como si hacerlos dependiera de un reloj.
En asuntos de desunión total con los hijos, «hay tela por donde cortar». Pero, ¿por qué no hurgar en otro matiz del problema? Hay quienes mantienen una actitud falsa no solo con sus retoños; sino con toda la sociedad, actitud aceptada por muchos —y muchas— sin chistar.
Es algo que ocurre a la vista de todos: Juan es el vanguardia del año, Pedro el más destacado y José el jefe exigente y respetado, todos excelentes trabajadores aunque..., como padres... ¿ofrecen Juan, Pedro y José a sus hijos la misma importancia y prioridad que dan a sus deberes laborales?
A veces, incluso esta doble moral es la comidilla de los compañeros, vecinos y conocidos, pero..., en los pasillos, lo que tampoco ayuda.
Quizá el divorcio entre padres e hijos va más allá de lo que imaginamos: ¿Por qué sobreviven estas manifestaciones ante tantos ojos?
Al considerar el alcance de este problema, con imponderables consecuencias en la vida de menores, madres y otros familiares, varias veces me he preguntado si sería necesario tener en cuenta la actitud ante los deberes paternos para otorgar la condición de vanguardia a un trabajador.
Un razonamiento como ese —que podrían desear algunas madres divorciadas y quién sabe si algunos hijos también— hoy está ausente de cualquier discusión porque asumimos que se trata de dos temas completamente diferentes y aceptamos que para seleccionar un magnífico trabajador basta con ser celoso en lo laboral, mientras esperamos que lo filial surja, brote del corazón de la gente.
Estas dos facetas no admiten mezclarse, pero después de conocer angustiosas experiencias cualquier persona también puede preguntarse, en una dimensión muy personal, si la condición humana no está en la base moral de alguien a quien ponemos como ejemplo. Es natural, entonces, que se piense si podemos conformarnos con un excelente obrero, técnico o profesional que sea a la vez un pésimo padre. Por un lado ganamos..., pero ¿realmente ganamos?
Cuando abrí mi puerta, cerca de la medianoche, Félix, varios pasos delante de mí, continuaba con su tema, preocupado: ¿Será feliz, la habré aconsejado bien...?
Entonces comprobé que, para ser padre, no hay horarios ni circunstancias especiales, ni es tan difícil, cuando se quiere serlo. Desde que el bebé nace, o quizá desde mucho antes, esa responsabilidad se adquiere para siempre. Veremos si en el futuro Juan, Pedro y José podrán dormir en paz.