Jamás olvidaré las largas sesiones a las que sometí a mis padres. Estas comenzaron la tarde en que me estrené de pionera. Había aprendido en la escuela una larga frase para la altura de mis cinco años: «Pioneros por el comunismo, seremos como el Che». Preguntaba qué quería decir todo y para qué serviría repetirla cada día, antes de entrar a aprender, y con aquel amarre azul celeste sobre mis hombros.
Y qué paciente mi mami, con toda la historia de Cuba en su alma y la dulzura de las maestras Makarenko. Igual mi papá, todavía desempacando su mochila de internacionalista, con mil anécdotas de lo que seguía siendo la guerra por el futuro de los niños de África y el respeto entre los pueblos.
Pero también, muy cerca, las primeras graduaciones de los integrantes del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, los vecinos que marchaban para ser los vanguardias en la zafra. Todos, alentados por el fervor de esos años, contentos todavía por la victoria de Vietnam, los festivales mundiales de la Juventud y los Estudiantes, y aquel libro leído desde el principio en el que se aseguró que «Nada detendrá la marcha de la historia».
Nada la detuvo. Después llegaron los 90 y comenzamos a cumplir nuestros primeros 15 años, sin carrozas, ni suntuosos trajes, con las muñecas viejas tiradas en un rincón, la ilusión de crecer, estar a tiempo para validar sueños, y con un aviso a los mayores en nuestras puertas: ¡Nos vemos en el 2000, con la vergüenza de los mambises y la dignidad de los Jóvenes Rebeldes!
Así nos sumamos al canto de Silvio e hicimos venir la esperanza, verde, roja o negra, pero con amor, pese al derrumbado referente del Este, del que solo nos quedaron los inmensos lazos de colores, la nostalgia de los congéneres abandonados a su suerte, y la certeza de que no nos sucedería lo mismo aunque tuviéramos que lavar con sangre el compromiso.
La responsabilidad atribuida de continuar una Revolución exigió más sesiones. Qué derecho teníamos a participar de tamaña obra, sin quitarle su esencia, sus principios, cuando sus gestores estaban y están todavía ahí. ¿No sería más fácil observar nada más y listo? Imposible, porque entonces no es más Revolución, sino árbol detenido; peor, extinto.
De ahí que nos trajéramos de vuelta al Che y sus guerrilleros huesos, y reajustáramos las dimensiones de su trascendencia para que se pareciera más a nuestro tiempo. Hundimos las manos en la masa, como ya lo había dicho José Martí en su época, e hicimos de la palabra «crear» la más importante de la nueva generación.
Con ímpetu, fortaleza y convicción hemos hecho colectivas las causas por la que la Patria se ha pronunciado en estos años. Ganamos junto al pueblo cubano la batalla por el regreso del niño que el imperio quiso arrancar de su suelo. Y encabezamos hoy también la lucha por el retorno a casa de cinco hermanos mayores, cautivos del gobierno de los Estados Unidos, a pesar de su probada inocencia.
Hablando de imperio, y no por último, menos despreciable. No habrá con él jamás ni una sola concesión, ni medio centímetro de titubeos, ni negocios de libertad. Ante él, solo Patria, y si no puede ser, la muerte.
Entonces, aquí estamos nosotros, los jóvenes, crecidos ya, en la línea inaugural de continuidad, sin que nuestros padres y madres biológicos o afectivos se hayan dado cuenta que nos hemos hecho mujeres y hombres entre sus manos.