Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La frecuencia del prejuicio

Autor:

Luis Sexto

Un amigo descargó sobre mí, hace poco, una confesión. Hoy —me dijo— propuse a fulano para una tarea. ¿Sin otras propuestas? No. Solo él. Lo merece y así rectifico un error. Hace 14 años cuando alguien me consultó, yo sin conocerlo sugerí que era mejor otro. Fue víctima de mis prejuicios; ni siquiera le di la oportunidad de demostrar sus valores.

No los engaño. La conversación fue real, y la he reproducido exactamente. Claro, no pierdo la ocasión para comentar la actitud frecuente del prejuicio. Cuántas personas valiosas han sido preteridas por el alcance del prejuicio, que a la larga o la corta resulta injusto. Puede definirse como el juicio que se adelanta a la experiencia y al conocimiento, y supone como cierto aun aquello que no toca, ni comprueba. Es casi un juicio temperamental. Impresionista. Si me cae bien, afortunado él; si mal... bueno, como decimos, asegúrate.

Se comprende, pues, que entre los defectos más detestables, se halle el prejuicio. Responde a una actitud negativa, una constante devaloración de las acciones y las capacidades de los demás, por obra de una arrogancia, casi inconsciente, cuya divisa puede consistir en aquello de que «quien más vale no vale tanto como Valle vale», lema nobiliario de algún gerifalte colonial.

¿Quién no recuerda haber sido víctima de un enfoque prejuiciado? Algunos, incluso, han tenido que reorientar su vida precisamente porque alguien puso un cartel: Por aquí tú no pasas. A mí me parece que es sumamente insano que en nuestra sociedad ciertas personas estén constantemente suponiendo lo que uno vale o deja de valer, sin haberse nunca enterado cómo uno ha vivido, o actúa, o piensa.

Es difícil ser justo. No estoy poniendo una meta: la «angelidad». Sé que hombres y mujeres afrontan circunstancias que exigen respuestas prontas. Y a veces equivocarse suele estar excusado. Me refiero, sin embargo, al prejuicio que se adopta como sistema, como visión englobadora de todos aquellos que están del otro lado de la acera. ¿Por ejemplo, sabemos cuánta responsabilidad adquirimos cuando nos preguntan qué tal es fulano? De la respuesta dependerán abruptamente los rumbos de un ciudadano al que yo, en puridad, no conozco como para que mi opinión lo juzgue por las apariencias. Sobre todo en el aspecto político o moral.

No olvido una historia verdadera. Tal vez resulte escabrosa, pero tanto ustedes como yo somos adultos, capaces de asimilar lo más ruin. Cierta persona vio de espalda a una dama entrar en un hotel. Iba acompañada. Creyó que era la esposa de uno de sus amigos. Y esperó. A la salida resultó que la dama, que de espaldas hacía recordar a otra, de frente no era la que suponía el preocupadísimo amigo de un presunto esposo engañado. Pudo, desde luego, ser al revés: no señalo el género femenino por un automatismo discriminador. El hecho, que conocí, tenía esas señas.

Todo lo dicho, me parece, conduce a creer que si las cosas se repiten 99 veces, no significa que sean definitivas. La centésima vez, puede ser distinta. Ese es un antídoto que el milenario Lao Tse nos recuerda para el gobierno sabio de la vida.

El prejuicio, concluyendo, se nos aparece con mil caras. Por ejemplo, las listas computarizadas para distribuir premios, becas, recursos materiales... ¿El que asigna y decide conoce de verdad a los que encabezan la lista? ¿Está seguro que lo merecen; que no son beneficiarios de una suma maquinal de puntos o condiciones? Lo dudo. Por ello, nada sustituye al contacto personal, a la entrevista, al «tú a tú» que nos va descubriendo quien es quien, y por tanto la justicia disfruta de una oportunidad de ser más justa y, sobre todo, generosa. Ah, quizá llegue tarde, pero llega. Como la rectificación de mi amigo, esa anécdota que les conté al empezar...

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