Era Navidad, y Mr. Bean, escaso de amigos, llenaba postales. Al terminar, salió con ellas de su apartamento y cerró la puerta tras de sí. De pronto, a través de la abertura por la que suelen depositarse las cartas, una mano —¡la de él mismo!— arrojó varios sobres.
Apenas tocaron el suelo, nuestro personaje volvió a abrir la puerta y, como si se tratara de una sorpresa, sonrió y elevó los brazos. «¡Ooooh!», exclamó, entre alborozado y «estupefacto» con las postales que «alguien» le había enviado. ¡Qué suerte!
Por supuesto, es una comedia. Y en ella, lo sabemos, el absurdo puede reinar a sus anchas, como un recurso para atraer la atención y, a la vez, hacernos mover el diafragma involuntariamente. Las escenas de este corte, piensa la gente, son ficción pura y lejana. Solo sirven para pasar un rato divertido...
Sin embargo, lancemos una ojeada al caso de Mercedes y Edgardo, en la telenovela cubana ¡Oh!, La Habana. Ella, una ingeniera, debe sufrir las patanerías de su marido, que pretende sobrepasarla en lo profesional, reducirla al papel de atenta camarera cuando lo visitan sus amigos, y roncar atronadoramente cuando ella, mientras friega los platos, pretende compartir algunas ideas con él, más dormido que la Calabacita después de comer.
¿Cuál es el drama entonces? Pues que la fiel Mercedes, trabajadora, ama de casa, mujer inteligente, locuaz y servicial, descubre «¡de pronto!» que Edgardo, su esposo por más de 20 años, es un tipo egoísta, malsano, explotador e indiferente.
¡Pero qué sorpresa! Idéntica a la de Mr. Bean. O peor. Al menos este sabía que las postales se las había mandado él mismo. Pero Mercedes no. Solo tras convivir nada menos que dos decenios junto a su marido, es que ella se «entera» de que el hombre es un tonel de defectos. Y le sobreviene la angustia, la repugnancia hacia las actitudes de Edgardo. ¡Cuánta desdicha, snif, snif...!
Esta historia, como la del comediante inglés, raya en el absurdo, pero no mueve a risa. Que una persona pueda transformarse en un monstruo en un solo instante, es negar la realidad. A nadie, excepto al hombre lobo —y eso en noches de luna llena—, le salen en un santiamén alambres grises por todo el cuerpo y más colmillos en la boca que habaneros en una parada de guagua.
El cambio, la evolución (o la involución) de la personalidad, no se dan de pronto, de un ¡fuácata! Y su semilla, para bien o para mal, está en el individuo desde mucho antes que el afectado comience a halarse los pelos. ¿Por qué entonces no se dio cuenta antes? ¿Nada sospechó?
Esto no pasa solo en la novela. Se puede ver en cierto programa en el que los hombres son presentados casi como dragones capaces de comerse crudas —o asadas, según el caso—, a sus esposas, hastiadas de ser tenidas como la servidumbre en el hogar. De repente, se acabó el cariño y llegó el mandato, la subordinación.
Y ocurre, desde luego, en la vida real. «De que los hay, los hay». Sin embargo, ¿qué queda de la capacidad de discernimiento de Mercedes, y de otras que solo al cabo de los años «descubren» qué clase de persona tienen al lado?
Pues bien, cada vez que se repite este esquema, sea en TV, sea en la cotidiana existencia, se nos recuerda que algunos individuos no estudian con demasiado rigor al semejante que escogerán como pareja, y no lo calan lo suficiente como para darse cuenta de qué frutos podrá rendir en el futuro.
Luego abundan los «quejares y lamentares»: que si ella no resultó ser lo que yo pensaba, que si él parecía una persona decente, que si Fulana «no tenía pinta» de ser tan grosera, o aquello de que «jamás imaginé que Zutano pudiera levantarme la mano».
¡¿Ah, no?! ¿Ni por casualidad lo viste venir? He ahí entonces las «sorpresas» que algunos cosechan. Tan pobre y superflua es la observación inicial, que, andando el tiempo, solo pueden recoger naranjas ácidas.
Como el atolondrado de Mr. Bean, algunos se asombrarán una y otra vez con sus propias «postales». Y otros se arrastrarán de la risa, procurando entender cómo se puede ser tan tonto...