ESTAR lejos de la raíz hace a las hormigas infelices. Vivir, aunque sea momentáneamente, a millas marinas de la gente que uno quiere siempre destapa el avispero de nostalgias y hace soñar con lo que te falta.
Anoche soñé con Coqui, uno de mis grandes amores imposibles. Una colega que me enamoró, sin ella sospecharlo, con una sección que escribía en mi periódico de provincia. Botella al mar, que así le llamaba, cifraba mensajes ocultos en el espíritu. Valerse de la forma más antigua de correo era una ingeniosa trampa para repartir su corazón, entre el agitado mar de sus lectores, atrapado en la transparente levedad de esa cárcel de cristal que son los sentimientos y las palabras. Era revivir la tradición espiritual del náufrago que envía un SOS en medio de la desesperanza. Una carta que no tiene destinatario fijo ante la probabilidad de millones, sin más perfume que el salitre de las olas y el desánimo, que llega reclamando a otro ser humano que le salve de la soledad y del desamparo.
Esa rubia mal hablada que irrumpía en la redacción, todos los días, exhausta de entusiasmo por la vida o deprimida ante el más leve soplo, tiene como cualidad precisa no dar margen, ante sí, a la pasividad ni a la indiferencia. O la odian o la quieren a extremo. Y yo lloré sin lágrimas aparentes el día en que se fue del periódico, en uno de esos ataques de niña malcriada con los que se irá a la tumba, «rebencú’a» como es.
Amante furtiva de cuanto escritor hay, en el mejor sentido de la palabra, perseguía con alma de paparazzi lo mismo a Paul Eluard y a Neruda, que a Sarusky y al chino Heras, mientras bordaba sus salvavidas de palabras para tirarlos luego, sin costo, orden ni destino, a otros náufragos como ella en el afán de darle sentido a esos silencios que separan la cima de la sima en la existencia humana.
No digo que fueran botellas perfectas, aunque sea ella una «botellera» consumada. Unas más transparentes que otras, pero lo esencial siempre llegaba en su resaca. Un estrujado trozo de alma, políglota de sentimientos, que podía incluso sustituir la oportuna taza de café que al amanecer espanta las ballenas de los ojos.
Pintaba sus palabras con abejas para que, por vocación sempiterna, corrieran a libar las más ocultas mieles. Palabras hechas de una sustancia especial incapaz de ser atrapada en las tablas de los pesos específicos.
Por eso ella, ahora, es mi pretexto para escribirle a ese pequeño batallón de amigos y amigas que uno quisiera echar en la maleta cuando viaja (¡y a ellos, por supuesto, les encantaría el «fasten»!): Los fastidiosos y gruñones que siempre aprietan como el par de zapatos de estreno. Pero también a los otros, los amorosos e indulgentes; tan cómodos por antiguos como esos calcetines ya sin elástico, los «desbembados», que echamos de primera mano en el equipaje más por cariño que por utilidad.
Por ello me he tomado hoy esta licencia de no tocar un tema de estricta utilidad social... aparentemente. Porque, como dice Amaury: «Pero un amigo, es un amigo...». Que me perdonen mis lectores y algunos extremistas que pudieran intuir en estas palabras un acto grave de malversación, de desvío de «recursos» y, en el peor de los casos, abuso de cargo.
Pero quien esté libre de culpas que lance el primer amigo, con la irremediable pena de sentirse un dinosaurio sin hábitat ante la ausencia de esos seres, mejores y peores que, en algún momento de nuestras vidas, extrañamos a mares, diluvios, a erupciones, a tsunamis; los mismos que nos soportan con la paciencia de Job cuando «el gorrión» se nos posa en el alma y nos caga de nostalgias.
Y ahora, al estilo de esa larga cadena de saludos radiales: ¿Cómo no extrañar (y esto no es guataquería, señores) la entrada mañanera de Mayito, el jefe de redacción de mi periódico provincial, desafinando de entusiasmo a Serrat? ¿Cómo no sucumbir ante la añoranza por la conga de Pepe Alejandro que, desde La Habana, me llamaba a casa, a cualquier hora de la madrugada, para armarme un carnaval de elogios o insultos, como en su acostumbrado Acuse de Recibo, cuando le gustaba o no un trabajo mío publicado en el Rebelde? ¿Y qué de la mágica sazón no de los «cuadritos Maggi», sino de mi amiga Mary? ¿Y las «gorras pegadas» en casa de Juan Carlos? ¿Y el cariñoso arsénico depositado en mi café por un afectuoso médico que equivocó su profesión cuando debió estudiar una maestría en Farándula? ¿Y Carlín, que ha convertido su «quinta edad» en trasatlántico y se cree Phileas Fogg dándole la vuelta al mundo en más de ochenta días? ¿Y tantos otros que se pondrán bravitos, bravitos, porque no los menciono aquí con puntos y comas, pero que son grumetes apretando las velas de este corazón en lontananza...?
He aquí mi pago a cuanto amigo me soporta, incluso por correo electrónico desde acá, porque saben que el mismo mar que nos separa nos une, cuando me inclino para echar esta botella náufraga a la loca más cuerda que he conocido; la Coqui, queriéndole susurrar al oído como caracol enamorado: ¡Contigo en la distancia, amada míaaa, estoy!