16 de marzo de 2007. A las 6:45 de la mañana todavía está oscuro frente al Malecón. Las olas rompen contra el muro y solo otras dos personas caminan apuradas, en dirección contraria, quizá para llegar las primeras a su trabajo.
No hay tráfico y ella avanza rápidamente por el medio de la calle Primera del Vedado. Está exhausta. Ha pasado toda la madrugada transcribiendo una larga entrevista que se publicará en las páginas del periódico. Otros compromisos de este viernes que comienza, le habrían impedido dedicarle el tiempo que requiere la edición del material y en su oficina solo hay sosiego en la madrugada.
Avanza hasta Paseo. En esta zona no hay rutas de guaguas que la aproximen a su casa, distante a unos diez minutos si se va en un transporte. Muchas veces camina con gusto este trayecto, que bordea el largo parque republicano lleno de laureles y banquitos, siempre avivado por el juego de los niños, las bicicletas, los amores furtivos. Pero ahora no tiene fuerzas para caminar 50 minutos, con la cartera llena de libros y la noche sin dormir pesándole a cada paso.
Ya está en Paseo y mira a un lado y a otro, con la ilusión de que quizá algún madrugador la pueda adelantar. Nada. La ciudad todavía duerme a pierna suelta. Solo parece haber vida en la piquera de los taxis, que forma un triángulo equilátero con el Hotel Cohíba y el Riviera. Cinco carros modernos están alineados y sus respectivos conductores esperan, algunos conversando animadamente entre sí. Ella registra la cartera. Tiene dos CUC, dinero más que suficiente para llegar a la casa. No lo piensa dos veces.
Se acerca al primer taxi, azul, con la señalización de Transtur. El chofer está sentado al volante y a su lado, uno de sus compañeros. Ninguno le devuelve el saludo, que ella había acompañado con un tímido y desafortunado ruego: «voy cerca, compañeros». El que está sentado en el asiento del pasajero le indica que se dirija hasta el final de la cola, para que viaje con el carro de Panataxi. El conductor de este dormita, con las ventanillas cerradas. «¿Para dónde?», pregunta a través del cristal. Y ella: «Apenas unas cuadras más adelante». La respuesta de él es cortante: «Mi taxi está roto».
Regresa, incrédula, al punto de partida. Ahora el gesto de los dos taxistas es rotundo: «Solo llevamos a gente que vaya al aeropuerto».
Hasta entonces, ella no había entendido: únicamente harían carreras «largas», con costos sustanciosos. Aquí no cabía la lógica de que un taxi, particularmente estos con altos precios en divisa, deben ir para donde pida el cliente. De acuerdo con la reacción de estos señores, ella no era una mujer sola en la oscuridad, cansada y cargada de bultos. Ni siquiera era una persona. No era nada, por el simple hecho de que no se dirigía a un lugar lo bastante alejado y con suficiente dinero para que alguno de ellos cumpliera su plan con el menor esfuerzo y tiempo posibles. ¿Y el deber laboral, la solidaridad humana, la mínima decencia? Bien, gracias.
Con rabia, buscó su libreta de notas y amparada en la tímida luz de un farol apuntó las chapas de los carros: HSV-858, HSV-877, HSV-863, HVU 878 y el Panataxi ¿roto?, HSH-993. Con la misma, dio media vuelta y arrastró durante todo el resto del día la sensación de una amarga tristeza, como quien anda con una puntilla clavada en el talón.