Casi muero aplastado por una guagua. Perdón, quise decir: «en» una guagua. De un frenazo abrupto, el chofer había logrado que los pasajeros que viajábamos cerca de la puerta de salida, cayéramos en fraternal «pilita», como en mis días de infancia.
Sencillamente, no había tubos de los que sujetarse. Ni verticales ni horizontales. Fuera que el vehículo acelerara o se detuviera de golpe, la masa humana oscilaba hacia un lado o hacia otro, con su consecuente oleada de pisotones y el corito de «¡eeeeeeeh!».
¿Y por qué no hay tubos en la guagua? Se supone que, antes de debutar en el pavimento cada día, el ómnibus debe estar enterito. Y entero estuvo, seguramente, hasta que algunas manos acabaron por zafar o partir esos accesorios, y a la empresa no se le ocurrió reponerlos. Hasta que eso suceda, «apiñaos los unos sobre los otros».
Algunos días atrás, un reportaje televisivo sobre el transporte urbano, citaba dos causas principales para el déficit en el sector: el bloqueo económico de EE.UU. y... las indisciplinas sociales.
La indisciplina, y es este el punto, vive dentro de quien la comete. Los letreritos de «Pellejersy ama a Yuyanka», las roturas de las cajas plásticas que protegen el sistema hidráulico de las puertas de la guagua, y, al apearnos, los teléfonos públicos rayados y sin megáfono, y las basureras desfondadas, son únicamente la expresión exterior de un ansia destructora. De un «yo hago lo que me da la gana», algo realmente paradójico en un país donde existen altos niveles de instrucción, y por tanto, no deberían llover tantas manifestaciones de «trogloditismo».
Ahora, mientras esperamos que rindan fruto las semillas de bien proceder que se esparcen en las aulas, estimo que los responsables de velar por el cuidado de lo social, por el buen estado de los objetos y sitios que nos pertenecen a todos —y también por la paz de todos—, han de aplicarse con mayor celo en la tarea.
Lo digo porque, en ocasiones, he escuchado las quejas de individuos molestos cuando un grupo de aprendices del pirata Jacques de Sores va vociferando, tocando rumba sobre los asientos, destrozando el ómnibus. «No les dije nada, para no buscarme un problema», suele decir algún indignado.
Es razonable. Nadie desea caer en una situación desagradable, sino simplemente llegar a su destino, que bastante trabajo suele costar.
Y no, no descarto que el ciudadano común se implique y proteste, pero ¿no hay funcionarios con la autoridad para ponerle una buena multa a quien se comporta groseramente en una guagua o en cualquier espacio público? ¿No debe alguien, con potestad que lo avale, exigir que un escandaloso baje el volumen de su atolondrante grabadora, o decirle a un grupito de «tarajayúos» que se vayan al parque a jugar pelota y no molesten en la puerta del vecino?
Desde luego, no quiero una reproducción exacta de aquellas escenas de La calle de la paz, en la que la voz de Armando Calderón reproducía lo mismo a Chaplin en el papel de policía que al matón de Sansón Melena. Al final de la historia, el grupo de alborotadores que solían hacer trastadas insoportables en el barrio, se alejaban temerosos de Charlot, que casi por un milagro había dejado al grandulón más colorado que un tomate y listo para servir.
La nuestra, la cotidiana, no es una historia de Sansones, sino de transformación social, de educación. Pero el indisciplinado debe saber que tendrá que pagar sus destrozos en la guagua. O su graffiti en el teléfono. O su escándalo.
Es esto lo que esperamos.