Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Otra mirada desde el mismo balcón

Autor:

Luis Sexto

No quiero humedecer lo mojado. Si a veces mucha agua no resulta conveniente, escribir en exceso sobre un tema o un problema cualesquiera, puede parecer eso mismo: un indeseable desbordamiento de las aguas, o algo peor: que uno aparente estar haciendo leña del bote ahuecado.

Periodista soy, sin embargo. Y no renuncio a rozar un episodio reciente en JR: la inconformidad de una lectora con cierta denuncia aparecida en la sección Acuse de recibo la semana pasada. Tenía derecho, por supuesto, a no estar de acuerdo, incluso a expresar su desacuerdo, pero ningún derecho legitimaba el condenar al redactor de Acuse en términos ultrajantes. No voy a repetir la historia. Solo me aprovecho del filón para reflexionar.

Me he dado cuenta de que se está consolidando una técnica un tanto soez de polemizar o discutir. Tal parece que cuando leemos u oímos algo que no nos agrada, invalidamos a quien lo suscribe negándole, en unos momentos, la capacidad para hacerlo y, en otros, dudando de la honradez profesional y ciudadana del que opina, que es peor. Así parece que el mejor modo de demostrar que alguien no tiene la razón es reconociendo que no la tiene, porque el que la tiene soy yo. Eso ocurre en cualquier esfera de la vida: personal, social, laboral y política. No hay otro argumento en los anaqueles de cuantos participan o dirigen una discusión o en un amago de debate. Y sé lo que afirmo: los periodistas somos doctores en esa «ciencia» de recibir el «ninguneo». De modo que a veces el palo llega porque no andas y en algún momento viene porque andas. Así, con todas sus letras. Francamente.

Por ello, ya he tenido que aceptar —y así se lo digo a mis alumnos en la Facultad de Comunicación— que la única forma de saber hasta dónde eres eficaz en el ejercicio del periodismo es contando las veces que te han insultado. Porque si no inspiras a que escriban acusándote de tonto, o inmoral o de cuanto calificativo te descalifique, no eres un buen periodista: eres inodoro e indoloro. Complaciente.

En verdad, no me arrepiento de haber sido alguna vez complaciente: es una de las opciones de la vida. A ratos, uno habla de cosas y hechos que suponen un acto de justicia presentarlas en sus valores positivos. Pero tampoco me arrepiento de las ocasiones en que he expuesto mi inconformidad, mi falta de complacencia, con aquello que mi conciencia o mi sentido común, además del especializado, no aprueba. Y los lectores, los oyentes y televidentes —que tanto reclaman nuestra crítica en unos casos— tienen que aceptar que a veces un periodista ha de sostener denuncias y opiniones que pueden no agradar. Nuestra sociedad, encabezada por el Partido, busca las fórmulas para establecer, a prueba de dudas y circunstancias, una política informativa que inspire a que los medios sean también expresión de lo periodístico y no solo de lo propagandístico. El sonido del violín embelesa; el del trueno, asusta.

Fijemos, no obstante, un principio. No somos los periodistas «electrones sueltos» que trabajamos al margen de la realidad. Todo lo contrario, estamos mezclados y comprometidos con ella y a veces en mejor posición que muchos: nuestras orejas caminan por las calles. Claro, es natural que la prensa sea un factor de organización y movilización colectivas. Pero necesita ser, además, una especie de ríspido alerta. Responsable alerta, sobre todo, como básico compromiso con la nación y sus aspiraciones. Hay que admitir que para repetir no vale la pena ser periodista. Hemos de habituarnos, pues, a que el periodista ha de tener, en cierto momento, otra mirada de la realidad, aunque la echemos al aire desde el mismo balcón donde pelea el pueblo.

Repróchanos, lector, cuando ya no seamos capaces de mirar con ojos que detecten lo que la complacencia de algunos no ve.

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