Fueron diez minutos de parada, con licencia de Azorín. Viajaba de Guantánamo a Santiago de Cuba. Al pie de la carretera, campiñas bendecidas por recientes aguaceros y estelas de personas con interrogantes en sus rostros, intentando llegar a sus respectivos destinos.
De sofocación en sofocación, las axilas me recordaron que había olvidado el desodorante en La Habana. Súbita tensión del bolsillo, hasta que agrupé en «calderillas» unos dos pesos convertibles. El buen Garrido, chofer de la UPEC en la provincia del Guaso, accedió a detenerse en La Maya para que este cristiano atemperara sudoraciones.
En una diminuta tienda de recaudación de divisas, no muy abastecida y apenas decorada con las graciosas ocurrencias de aquellos pobladores, descubrí un tesoro sin artificios ni relumbres, tan natural como el pru oriental que se ofrecía en la esquina.
Tras el mostrador, una diminuta mujer que no figuraría en pasarela alguna ni en esos plegables de publicidad y marketing, me miró a los ojos, y sin desatender a una clienta, dijo con una sonrisa de vecina que te alcanza un poco de boniatillo de portal a portal: un momentico, mi niño. La clienta era una señora algo entradita en carnes, acompañada de su marido muy enjuto, disfrazado con gorrita y gafas al punto de difuminarse. Su esposa intentaba comprar unos ajustadores, pero dudaba si aquellas «copas» podrían contener tanta opulencia. Y la dependienta convencía a la mujer de que se los probara por encima de la ropa; al marido, de que se los abrochara por la espalda.
Mientras el hombre intentaba infructuosamente prender aquel broche que seguramente zafaba con agilidad en otros momentos de recogimiento íntimo, la dependienta, sin dejar de mirarme a los ojos, me preguntó qué deseaba. Y al señalarle que un desodorante, discretamente inquirió por mis posibilidades monetarias. Me mostró todas las escalas, incluido un Rexona que me hizo «resonar» en los alcances del bolsillo.
Entonces ella vino hasta mí con un Coral Negro que fabrica Suchel Camacho muy cerca de un gran bache en la Vía Blanca. Lo hizo con el mismo realce que si anunciara la más sublime fragancia parisina. Huela qué rico es... es un olor para hombre, convencía a este cliente torpe en diferenciar el sexo de los aromas.
Cuando me decidí a llevar el Coral Negro, la mujer, haciendo un paneo visual por mi rostro, me insistía en que completara la compra con lo que me quedaba: ¿no quiere llevarse algo más que necesite? Fue cuando me miré al espejo y descubrí que llevaba dos días sin afeitarme. Ella no cejó hasta venderme una maquinita de afeitar desechable, y darme las gracias por la compra.
Partí de La Maya. En el camino me preguntaba si el secreto de vender y complacer al cliente puede concentrarse en un manual —como una esencia que uno se aplica—, o está en el genoma humano de ciertas personas. Recordé cuántos rostros deslumbrantes, en concurridos y elegantes sitios, ni se han inmutado ante la pregunta de un cliente. O cuando lo han hecho, ha sido para mirarlo fríamente, de arriba a abajo, acompañado de escuetos monosílabos terminantes, que lo hacen sentir a uno como un insecto indeseable.
Han pasado los días y cada vez que me aplico el desodorante me censuro haber guardado esas moneditas de vuelto en La Maya y no ofrecérselas como propina a aquella sencilla vendedora de asombros. Disfruto el Coral Negro y hago votos por que, de la misma manera, no se extinga la fragancia de la excelencia tan cubana en aquella dependienta de La Maya. Que la proteja para siempre de los hedores del maltrato y la desidia.