Pandilleros muertos en Nápoles. Foto: AP Dos hombres yacen en la vía, el rostro descansando en un charco de sangre. Sus ejecutores se han dado a la fuga, pero se sabe cómo dar con ellos, pues son miembros de una banda rival.
Se pudiera pensar: «Es una escena de Chicago en los años 20», mas no: Es Nápoles, en pleno 2006. La misma Camorra, la organización criminal de la que Al Capone fue «tan notable exponente», está azotando implacablemente a la bella ciudad del sur de Italia.
Las cifras de la impunidad inquietan, estremecen. Solo en 2005 se reportaron allí 130 000 delitos
—cinco veces el promedio nacional—, buena parte de ellos cometidos por grupos mafiosos, involucrados en pugnas por el control del tráfico de estupefacientes. Según cálculos publicados por la prensa italiana, existen 66 clanes camorrísticos, con 6 500 miembros, 50 000 colaboradores, y ganancias anuales del orden de los 18 000 millones de euros.
Como consecuencia de la alta criminalidad, ni los turistas se atreven hoy a descender de los cruceros que atracan en el puerto. La autoridad de la policía está por los suelos, los ciudadanos culpan de su desgracia lo mismo a la mafia que al Estado —la primera campea por su respeto, mientras el segundo, impotente, le permite hacerlo—, y las empresas se marchan de la provincia, ahuyentadas por la extorsión. De resultas, el desempleo afectó el pasado año al 17,5 por ciento de la población laboralmente activa.
Ello ocurre, no en un país del Tercer Mundo, sino en una de las siete naciones más industrializadas. Pero la ubicación geográfica de Nápoles no es un dato gratuito. Se trata de la Italia meridional, de donde también son originarias la Cosa Nostra (de Sicilia), la Andrangheta (de Calabria) y la Sacra Corona Unita (de la ciudad de Bari), algo diferentes entre sí en cuanto a modos de organización y fuentes de lucro, pero todas con un rastro de sangre. Todas del sur, de las regiones atrasadas, lejanas del próspero norte industrial. Irónica y pequeña muestra de lo que sucede a gran escala en el planeta. La pujante riqueza de esta nación en forma de bota, no significa mucho para los más cercanos al tacón.
Una excusa para ello pudiera ser, como vimos, que las redes mafiosas azoran a los inversores hacia el norte, aunque de hecho, si un gángster napolitano lo deseara, podría tomar un tren hasta Milán y organizar su banda allí, en medio de los grandes negocios. Por tanto, la escasa voluntad empresarial en el sur, si bien es una consecuencia del mal, también es su causa, al provocar que las canteras del delito se nutran de tantos jóvenes desempleados, cuyos sueños de realización personal se tuercen sin remedio. Y el perro se muerde la cola una y otra vez.
«No hay voluntad en el gobierno; la mafia les sirve como justificación, porque aquí reina el caos. Para mí la Camorra y el Estado italiano son la misma cosa», se lamenta una comerciante ante el corresponsal de EFE. Otro joven, taxista de oficio, culpa a las autoridades por la reciente amnistía otorgada a 1 321 reclusos de la ciudad, por estar demasiado abarrotadas las cárceles. Incluso los jueces se quejan en privado por esa decisión. Roma —se dice— se ha olvidado de Nápoles...
Para intentar demostrar que no, el primer ministro Romano Prodi se personó allí el jueves y habló de medidas. Así, se planea instalar un gran número de cámaras de vigilancia y reforzar el cuerpo policial con otros 1 400 agentes. Sin embargo, el «Professore» negó que se vaya a declarar una «emergencia especial», porque el número de muertes violentas —75 en lo que va de año— es «ligeramente inferior al registrado en años anteriores».
¡Pues vaya alivio! ¡Solo 75 asesinados! En los próximos días se verá si esta aspirina hace algo por la paz de los napolitanos.