«Tomarse una licencia» es una frase conocida. Incluso pasó hace unos días ante mis ojos, en cierta misiva justificadora de lo injustificable. Los remitentes se excusaban de haber faltado a los altos propósitos iniciales de un espacio cultural porque «en verano nos tomamos ciertas licencias». O sea, traduzco: del otoño a la primavera hacemos las cosas bien, mientras que en el estío nos relajamos un poco. ¿Quizá porque la mollera se calienta más de lo común?, pregunto.
Bueno, si alguien desea taparse con una frazada durante el verano, o salir en traje de baño por el Malecón en medio de un frente frío, ese es su problema. Lo que no encaja es que una persona «se tome la licencia» de hacer y deshacer en asuntos que afectan de algún modo a los demás.
Por desgracia, el tema nos suena demasiado familiar. Cualquiera —y cito un ejemplo del profesor Calviño— se cree con la suficiente libertad de poner una mesa de dominó en medio de la acera y armar una batahola porque «la calle es de todos», aunque no repara en que precisamente, si es de todos, también es del que desea pasar sin tener que bajar al pavimento. Así también, otro deja a su peligroso Stanford suelto y sin bozal por toda la cuadra, porque es «su» derecho. Al parecer, son las pantorrillas de los transeúntes las que no tienen ningún derecho.
Es de temer esta práctica de hacer lo que nos viene en ganas sin atender, en unos casos, a normas sociales, a reglamentos, y en otros —como en ciertos programas televisivos— a perfiles definidos, bien asentados. Respecto a lo último, hablo de espacios que tienen su público precisamente por seguir una línea ya conocida y aceptada, y que de pronto sacan de la manga muy raras cartas.
En tal sentido, sería verdaderamente chocante, por ejemplo, que La séptima puerta, programa ya señalado por el televidente como una comarca del buen cine en la pantalla chica, ofreciera un día de estos un filme de Jackie Chang, repleto de patadas y simplezas. Si tal cosa aconteciera, solo cabría imaginar dos hipótesis: o el director perdió el buen juicio y salió del ICRT en ambulancia, o se tomó «una licencia». O sea, hizo un alto en la habitual seriedad con que se prepara la presentación.
¿Qué sucedería entonces? Pues que el espacio perdería su sello, sencillamente, y el espectador tradicional quedaría desorientado. Todo por una «escapadita». Por una «libertad veraniega»...
Sería curioso imaginar qué resultaría del trabajo de otros individuos si siguieran patrones de este tipo. Personalmente, no me haría ninguna gracia estar tendido en la mesa de operaciones ante un cirujano dado a tomarse «licencias». Sí he podido sufrir, como muchos, la auto-otorgada facultad que ostentan algunos choferes de ómnibus, cuando detienen el vehículo en cualquier esquina para llenar un pomo de refresco y comprar «solo una pizzita, mi gente», que puede demorar cinco minutos. Un tiempo que, desde luego, ¡es mío! Y ni qué decir del vendaval de «licencias» que llueven sobre los agromercados, donde más de un vendedor se cree con la prerrogativa de lucrar a costa del ligero bolsillo del consumidor.
Luego, si un soberano deseo me impulsara a escribir que Moscú es la capital de Tailandia, las quejas de los lectores probablemente llegarían hasta Bangkok. ¿Acaso podría justificarme diciendo que «me relajé, porque como estamos en otoño, quise variar»?
¡Por favor! Mejor hacer lo que se debe que andar disfrazando de «licencia» lo indebido. La palabra podrá muy ser muy grata al oído, pero ¿de qué le sirve al afectado?