MIENTRAS los adultos cuentan, los niños son pequeños trapiches que muelen historias y las convierten, como un viejo lema de la economía cubana, en azúcar para crecer.
De chico mi imaginación era esa nave espacial en la que me escapaba de los castigos por no hacer la tarea y de los pescozones por meterme donde no me habían llamado, para irme a rescatar princesas y pelear contra el Dragón de las Siete Cabezas. Yo no tuve, entonces, Nintendo ni Playstation, sino una simple caja de zapatos recortada, con un pedazo de tela blanca como pantalla, tras la cual movía sombras chinescas con una vela.
Historias tengo para hacer dulce, pero dos retratan, de manera perfecta, mi personalidad. La primera, la vez en que fui a recoger las notas de quinto. Caminaba erguido como un príncipe. Imaginaba que era filmado por cámaras de cine y televisión como el mejor alumno de la escuela. Cuando la maestra mencionó mi nombre, me descalabró con un «¡repite el grado!», y mi madre se puso roja como un pomo de ketchup.
La segunda, el día en que mis padres me privaron de ver la hora de los muñe en la TV porque recibían a unos amigos en la sala y me fui a la cocina de puntal alto. Sobre la mesa coloqué otra mesita, sobre ella una silla y encima yo, como Mickey Mouse, con una sombrilla desplegada. Si el ratón era capaz de saltar desde la azotea de los grandes rascacielos y no le pasaba nada ¡por qué yo no!... Las conclusiones de la visita se hicieron en el cuarto de rayos X de emergencias, porque al caer mis piernas eran casi uno de los dibujos del Nazca.
Muchas fueron las canciones infantiles que alimentaron mi pequeño central del alma. Mas había una, de manera especial, que me fascinaba porque decía lo que yo quería hacer; virar el mundo al revés. En ella se hablaba de un lobito bueno que era maltratado por los corderos, de una bruja noblona y hermosa y hasta había un pirata honrado. ¡¿Se imaginan?!
Siempre que la escuchaba, de inmediato, pensaba en Caperucita comiéndose, huesito a huesito, al lobo; Blancanieves con la manzana envenenada colocándola en el mismo gaznate de la terrible madrastra; Wendy y Peter Pan balanceando, de manera distraída, al Capitán Garfio sobre las fauces del insaciable cocodrilo... Era una especie de detonante para mi morbo infantil en esa despiadada sinceridad, casi sanguinaria, que nos acompaña en los primeros 15 años de vida.
Ahora, en mi piel de casi fruta podrida, no puedo olvidarme de aquella joyita musical, que me acompañó en mis «veinte mil leguas de viaje submarino» por la vida, cada vez que sufro con esas flagelaciones cotidianas a que nos sometemos mutuamente, unos y otros, para convertir cualquier actitud, por común y pequeña que sea, en un rosario de menosprecio, de prepotencia ante el otro, de autosuficiencia gaseada, de mercadería barata que, en lugar de enriquecer el espíritu fraternal y humano, nos seca como la vid que no da frutos.
Hago ahora un pase mágico; convoco a Birlibirloque, me pongo la piel del profesor Calviño y les propongo virar, al menos mientras leen estas líneas, nuestro mundo al revés.
Imaginemos al bodeguero, delante del mostrador, siendo timado por la ama de casa en el peso de los chícharos; a la gente de la cola diciéndole a la empleada de la shopping que si quiere que espere a que puedan atenderla porque les están contando el final de la telenovela que circula por Internet; al peatón haciéndole seña al chofer sin carro, como si su mano fuera un pulpo, que va lleno y no le puede llevar en su humilde bicicleta; a la ancianita embaucando al vendedor callejero; al periodista escondiéndole la bola al funcionario y diciéndole, falsamente y con misterio, que lo que pregunta es secreto de Estado; al paciente que deja al médico derretirse para, luego, tomarle la presión... en fin, a este dominó puede pegarle usted todas las demás fichas que desee como en el cuento de nunca acabar.
Pero lo que propongo desde esta reflexión no es virar el mundo al revés por virarlo, por pura venganza, por ver en el otro mi sufrimiento. De lo que se trata es de que Caperucita y el Lobo, en lugar de «hacerse la vida un yogur», se vayan a Coppelia, juntos, a refrescar nuestra canícula con un buen helado; que Blancanieves y su terrible madrastra obvien el pasado y se abracen; que Wendy y Peter Pan inviten a Garfio y al propio cocodrilo a una cena; que la concordia de los cubanos no se extravíe, como los ratones y los niños, tras el mago de Hamelin.
Ah, cuánto bien nos haría un pedacito de la fresca nuez de Meñique para ponerla a brotar frente a ese burocratismo ramplón que muchas veces nos asfixia y mata todo sano germen de creatividad! ¡Cuánto la experiencia en el intercambio de roles del Príncipe y el Mendigo; la justeza del Rey Arturo que nos permita arrancarle al corazón de la roca la espada de Excalibur; el remordimiento del actuar errado de Campanita ante la posibilidad de que Peter Pan y sus muchachos murieran envenenados; la amorosa fidelidad de, el Soldadito de Plomo; la capacidad de reconocer la verdadera belleza de Piedad y en contra de todo Señor Don Pomposo; la virtud de Pilar para arrancarse sus zapatos más hermosos y entregárselos, sin titubeos, a la enferma... ¡Qué manera esta de sentirnos sanos, de poder rescatar al niño que muchos hemos secuestrado en la celdilla más recóndita de nuestra conciencia y convertir a este caimán en el País del Nunca Jamás!
Hagamos un alto. De verdad que no creo que tengamos que virar el mundo al revés ni morir de desidia. Con pedirle a Teresita que nos preste su palangana vieja es suficiente. Sembremos en ella esas violetas que abren para todos; seamos como simples alitas de cucaracha, en humildad, camino del cementerio; cocuyos guardados en una botella rota para alumbrar; mirémonos en la vocación de la luna que, a pesar de estar tan alta, pone su luz sobre una simple lata, en medio del basurero, y le saca un brillo auténtico que brota del alma oculta del metal.