Los libros de uso, esos que se adquieren en librerías de compra-venta, son un misterio. Quizás la fascinación esté en saber que mucho antes, un desconocido tramontó el mismo relato y sufrió o gozó con la mágica expedición de la lectura que ahora emprendes.
Maltrechos y desencuadernados, esos volúmenes revelan en la amarillez —a diferencia de los humanos— su inmortalidad. Mientras más añejos más jóvenes, cuando exhiben impúdicamente las marcas de tanta posesión: esos subrayados y notas al margen que alguien dejó una tarde de silencio y soledad, al pie de un párrafo, en cualquier página. De esas apostillas hay de todo: desde dardos cianúricos hasta confesiones conmovedoras. Se podría hacer un perfil hablado del alma de ese antecesor en la lectura, por sus irrupciones en la obra. Esos escribanos súbitos, ¿estarán hablándole al autor, o a la posteridad?
Mientras más antiguas son las intrusiones caligráficas en el texto, más seducen. Y uno se pregunta: ¿Estará ese remedador de Thomas Mann o de Albert Camus a la vuelta de la esquina, o se habrá marchado de entre nosotros? ¿Será feliz? ¿Pensará igual hoy?
No hay nada más triste para un autor, que el fiasco de que su obra no le sobreviva. Y hay una infalible prueba de la influencia de un libro en varias generaciones y épocas: lo sobado que esté, páginas dobladas como marcador, el lomo con úlceras. Lo más terrible son esos volúmenes intactos, como las viejas señoritas vírgenes, sin que ojos humanos hayan posado sus ansias sobre ellos durante décadas.
De esta arqueología sentimental en materia de libros, hay un capítulo muy especial: las dedicatorias en la primera página. Las autografiadas por el autor, y las que prodigan a sus destinatarios esas personas que regalan libros como tesoros, a quienes los reciben como tesoros también.
En librerías de antigüedades he adquirido volúmenes con dedicatorias muy especiales. Luego de la caída del muro de Berlín, me apresuré a recuperar aquellos relatos de La carretera de Volokolamsk y Los Hombres de Panfilov del más beligerante realismo socialista: los volúmenes estaban dedicados en tinta roja, por un miliciano a su novia, en los días inciertos de la Crisis de Octubre, a modo de despedida.
El desvencijado Diario de Anna Frank que un día compré para mi hija Laura, tiene una nota de un padre a su pequeña Laura Alicia, el 22 de diciembre de 1963: «...cuando ya seas una jovencita, con el desarrollo intelectual que te deseo, hallarás este libro famoso que, bajo el acoso del fascismo, escribió una niña tan bonita e inteligente como yo espero que tú seas entonces». ¿Qué sentirá hoy Laura Alicia ante las carnicerías con misiles en Bagdad o en Beirut?
Siempre me ha preocupado la obsesión de muchas personas por que el autor les autografíe el libro. ¿Será un pedazo de inmortalidad que pretenden atesorar? ¿O están calculando la cotización para el futuro?
Hay que ver qué piensan los escritores. Porque con los años, los aprietos económicos o las polillas, los más sentidos afectos caligrafiados andan como huérfanos en los mercados de libros de uso, a la espera de un comprador. Una amiga narradora encontró en esas ventas, un libro de su autoría dedicado de puño y letra a alguien que luego se deshizo de él. Ella lo «condenó» a no obsequiarle ni uno más.
Desde el más allá, el escritor y periodista Rafael Suárez Solís debe estar agradeciéndome el que, sin pretenderlo, y en busca de títulos perdidos, haya recuperado en esos mohosos expendios, libros dedicados a él por varios autores.
El bibliófilo José Alejandro Rodríguez también tiene sus execrables abandonos. A principios de los 80 adquirí una joya editorial: En un portal ya desplomado de Carlos III, entresaqué de una montaña de libros un ejemplar de la primera edición de Juegos de Agua, de Dulce María Loynaz, a solo dos pesos. El volumen estaba dedicado por la propia autora a Rafael Suárez Solís. Y le reconocía algo así como «a quien conoce los misterios del agua...», seguido de otras frondosas delicadezas.
En el infausto 1993, cuando mi hija se acostó más de una noche con un frugal bocado, alguien medió para que vendiera aquella reliquia a un librero español de visita en La Habana. Nunca le vi el rostro al peninsular, quien me ofrecía 20 dólares por el libro. Le respondí con la intermediaria que los cubanos padecíamos necesidades, pero no nos faltaba cultura como para desconocer lo que yo tenía. Me mantuve firme... hasta que el hombre propuso 30 dólares, y la indeseable sopa de col hervida pudo más.
Vaya a saber en cuánto se cotizó aquella rareza en una subasta española. Vaya a saber en qué distinguido estante está hoy cautivo ese manantial de poesía. Yo nunca me lo perdoné, pero con el tiempo comprendí que los libros tienen vida propia y nos sobreviven, dondequiera que estén.
Lo más que podemos es seguir entrometiéndonos en ellos, hablando de tú a tú con Tolstoi, Baudelaire o Carpentier.