En su reciente discurso pronunciado en la Oficina Oval de la Casa Blanca, el pasado 11 de septiembre de 2006, el presidente norteamericano George W. Bush declaró: «Los días posteriores a los ataques del 11 de septiembre, prometí usar todos los elementos del poder nacional para combatir a los terroristas dondequiera que los encontráramos».
Inconsecuente con su declaración, defensor a ultranza del doble rasero de su campaña antiterrorista, cuya finalidad es reforzar los mecanismos norteamericanos de dominación a nivel mundial, el presidente norteamericano intentó nuevamente engañar a sus conciudadanos, haciendo gala de una barata y poco creíble compasión hacia las víctimas de las Torres Gemelas, al justificar una guerra sucia contra el mundo que es repudiada cada día con más fuerza.
Al declarar asimismo que el «11 de septiembre, nuestra nación vio el rostro de la maldad», trató de escamotear una verdad a voces: el mundo ve todo los días ese mismo rostro de la maldad en las acciones de los soldados yanquis y de los terroristas que Estados Unidos aúpa sin escrúpulos en Iraq y Afganistán, así como en los crímenes de los israelíes contra el Líbano y Palestina.
En cualquier hombre honesto que tuvo la oportunidad de escuchar su discurso, surgieron de inmediato varias claras interrogantes:
¿Por qué si Bush se comprometió a combatir a los terroristas dondequiera que estos se encontraran, se les da libre cobija en las ciudades norteamericanas como ocurre con los grupos de extrema derecha de origen cubano, quienes deambulan a sus anchas cargados con alijos de armas prohibidas por las mismas leyes norteamericanas y que están destinadas a sembrar el terror contra los cubanos?
¿Será, acaso, que Robert Ferro, Santiago Álvarez y Osvaldo Mitat, quienes esperan juicios en cortes de ese país y encuentran, por arte de magia y complicidad descarada, fórmulas legales para evadir su responsabilidad mediante penas atenuadas e irrisorias, no son terroristas?
¿Será, acaso, que terroristas confesos y con amplios prontuarios criminales como Luis Posada Carriles, violador de las leyes migratorias norteamericanas y reclamado por la justicia de otras naciones, pueden gozar del privilegio de ser excarcelados por orden de un juez federal estadounidense, mediante una falsa interpretación de un fallo del Tribunal Supremo en el 2001, que prohíbe la detención indefinida de extranjeros que no pueden ser deportados?
¿Cómo creer entonces en George Bush, en su antiterrorismo y en su justicia?
Si los Cinco Héroes cubanos hubieran sido tratados tan solo con una parte de los privilegios procesales de que han gozado siempre, y de manera descarada, los terroristas protegidos de Bush, nunca habrían recibido penas tan exageradas e inmerecidas. No se puede ocultar, por tanto, que sobre ellos se descargó el odio irracional hacia Cuba por parte de la extrema derecha norteamericana y de sus malandrines miamenses.
Esos hombres, aunque Bush quiera ignorarlo y desvirtuar lo justo de su lucha, evitaron a su pueblo muchos trágicos 11 de septiembre. Tal es, por tanto, la dimensión de su sacrificio, que la verdadera justicia de los hombres los llevará siempre, excarcelados, en el corazón, en su propia dignidad y el respeto de su pueblo.