El piropo ha anclado en la crisis, se desmantela en la vulgaridad, en la grosería. Si se convocara a un concurso, nadie resultaría ganador. A no ser que el jurado también hubiera perdido el gusto o el tino de la sutileza amatoria, y premiara un ¡bárbara!, o un ¡negra!, o un ¡matahombres! O este menos agresivo: ¡azúcar!
Realmente nunca he dicho un piropo a una transeúnte. Y se dirá que cuál derecho me auxilia para criticar la piropología del momento si me excluyo de entre los piropeadores. Tal vez mi timidez o mi criterio sobre la formalidad y la dignidad me inhiben de gritarle a una desconocida, por muy merecedora que sea del elogio, una frase galante.
Pero en la relación más cercana, más personal, suelo engastar alguno en los oídos de alguna dama. De calibre menor el requiebro. Porque el piropo estalla, se emparienta con la artillería, el cañón, la salva. Desde su raíz griega se derrite en el fuego, y la palabra, en la misma lengua, significa sonrojo. O lo que es igual: calor y color de la llama.
En cierta ocasión, impartiendo un diplomado, tres días después de iniciadas las clases, llegó una alumna por primera vez. Su estampa —a qué describirla— obligaba a creer que cuando Dios inventó a la mujer había pensado en esta muchacha. Y al leer su nombre y oírla llenar con la cruz de la asistencia su espacio en la lista, alcé los ojos y no evité mi queja: caramba, que torpe soy: usted tres días ausente, y yo no la había echado de menos.
El piropo llegó a Cuba principalmente en los labios jaraneros, ocurrentes e incisivos de los andaluces. Más tarde el criollo, de cierto modo réplica andaluza en el carácter, fue poniendo su particular gracejo y vivacidad, su autónomo talento para improvisar un chuchazo verbal, una frase chispeante, urticante, temeraria hasta rondar la ofensa, quedándose al fin, con frecuencia, en un aguaje ingenioso.
Algunos folcloristas, en particular Samuel Feijoo, estiman que el piropo se extingue en Cuba, como afirman que se ha extinguido hace mucho en Maracaibo, ciudad venezolana célebre por la piropomanía de sus habitantes. Lo mató, según ciertas crónicas, la vulgaridad. Allí se aplebeyó. Y tanto se degradó que el alcalde de entonces dictó una ordenanza que multaba con cien bolívares a quien disparara un piropo. La prohibición azuzó la creación de un nuevo requiebro, fino, sutil esta vez: Niña, si yo tuviera cien bolívares...
En nuestras calles, a pesar de los augurios pesimistas, todavía se oyen piropos propios de balcones idílicos. No sé si usted calificará de original a este: Mentirosos son los que dicen que a la Venus le faltan los brazos. El catálogo exhibe otros de menor vuelo, más populares, pero clasificables para cualquier torneo: Nunca pasan tus carnavales, negra, o Estás como la locomotora, por la línea. O este: Que pan más duro y yo sin dientes. Los que predominan hoy se han despojado de su exquisitez, de su complejidad creativa, y se encapsulan, se encogen en una síntesis que, por excesivamente ceñida, les resta delicadeza y les añade tosquedad.
Tal vez las mujeres salven al piropo. Ellas han conquistado varios derechos en Cuba. Y podrían, por audaces y persistentes, preservar el buen gusto en la expresividad amatoria y transeúnte, si se decidieran a piropear a su contrafigura sexual.
Tengo una confirmación vivencial de que solo de las mujeres podemos aguardar el rescate del piropo. Una vez, en una reunión un tanto monótona, empujé un papelito sobre la mesa hacia la compañera que se sentaba al frente. Le había escrito: perdóname, pero me recuerdas a la mujer que un día tuve. Sonrió con apenas un estirón de los labios. Y escribió lo que luego leí con la zozobra coloreándome la vergüenza: Debo corregirte: yo solo te puedo hacer recordar a la mujer que nunca has tenido, ni creo que un día podrás tener.
*Tomada de la columna La orilla del alma, del periódico Guerrillero