Las sanciones unilaterales vuelven a pasar por encima a la soberanía y los convenios internacionales, y dibujan al mundo como un sitio inseguro donde la integridad de quienes son mirados con ojerizas por un decadente pero todavía poderoso imperio, está amenazada.
El más reciente capítulo vuelve a poner de relieve la persecución estadounidense contra Venezuela, que reverdece en vísperas de un torneo electoral nuevamente víctima de la injerencia y, por vía transitiva aunque con mucho peso, evidencia la satanización de Irán.
Las acusaciones contra el desorden mundial y la ley del embudo que lo rige vuelven a ser señaladas por la «extradición» a Estados Unidos de un avión venezolano que llevaba más de un año retenido en Buenos Aires.
El suceso ha sido denunciado por el Gobierno bolivariano como un robo pero, más que eso, constituye una violación de todos los derechos facilitada por «el servicio» que el actual Gobierno argentino hizo a Washington al entregarle la aeronave, pasando por los turbios entretelones del sistema judicial de ese país, uno de cuyos jueces dictó en agosto de 2022 la incautación del aparato.
El avión, un Boeing 747-300 registrado con el número YV3531, contaba con todas las «desgracias» para levantar «sospechas»: pertenece a la aerolínea de carga venezolana Emtrasur, filial de la emblemática Conviasa, ambas castigadas por el Departamento estadounidense del Tesoro, y era propiedad originalmente de la empresa iraní Mahan Air, sancionada, como las otras, por la persecución política de Washington contra ambas naciones.
Por si fuera poco, cinco de los 19 miembros de su tripulación —la mayoría, venezolanos— eran iraníes, y alguno de ellos hasta fue relacionado por el FBI, en el momento de la detención en junio de 2022, con el líder de una milicia iraní por el parecido entre sus nombres, lo que fue descartado cuando, meses después de la retención de los tripulantes en Argentina, no pudieron probarse cargos que los vincularan con el terrorismo ni con hechos delictivos en la nación conosureña, y se les devolvió a sus casas. Pero el avión se quedó, y los tribunales nacionales lo pusieron bajo la jurisdicción de Estados Unidos en agosto pasado.
La oportunista incautación en Buenos Aires pasó por encima, incluso, al parecer del entonces presidente Alberto Fernández, superado por un sistema de justicia que muestra en qué manos está cuando ni siquiera se ha ocupado de esclarecer a fondo el intento de magnicidio contra la expresidenta Cristina Fernández hace casi un año y medio.
Hay que ver cuántos postulados de la aeronáutica civil también habrían sido violados, pues a la aeronave se le negó la posibilidad de reabastecerse de combustible en Uruguay apenas salió del aeropuerto de Ezeiza, lo cual no parece acorde siquiera con el raciocinio y un mínimo sentimiento de humanidad, razón por la que debió regresar a la terminal aérea de Buenos Aires, donde se le retuvo.
Según las autoridades venezolanas, entre las ilegalidades cometidas se encuentra el ocultamiento de información al momento de identificar el vuelo, apagado del transpondedor en varios trayectos de la ruta, y otras contravenciones que deben ser investigadas.
De momento, el valor del avión puede sumarse a los 3 000 millones de dólares por concepto de activos en el extranjero incautados a Venezuela, «en razón» de las más de 900 medidas coercitivas unilaterales que le ha impuesto la Oficina de Control de Activos (OFAC) del Departamento del Tesoro.
Pero, tanto como el peso financiero y económico, la acción acusa una «libertad de acción» que pone en riesgo la integridad de quienes no cuenten con «el aval» de Washington. O de quienes sean usados para infligir «un escarmiento».
La detención y traslado a EE. UU. del empresario venezolano Alex Saab, acusado sin pruebas de lavado de dinero en favor del Gobierno de Venezuela y quien permaneció en cárceles estadounidenses desde 2020 hasta su devolución reciente, puede ser una buena muestra de lo mal que andan la justicia y la ética en el planeta.