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Golpe al Apartheid en Palestina

El primer efecto de la sorprendente incursión armada de Hamás al interior de Israel, el pasado 7 de octubre, fue romper el silencio que encubre el régimen de apartheid sionista impuesto al pueblo palestino

Autor:

Leonel Nodal

Todavía de madrugada, a pocos kilómetros de la cerca electrificada que encierra en Gaza a más de dos millones de palestinos, colonos judíos sionistas celebraban un festival de música electrónica.

Grupos armados de Hamás rompieron el alambrado, se adentraron en el territorio enemigo, entablaron combates con las guarniciones a su paso, tomaron prisioneros militares y civiles. Mientras, desde Gaza más de 5 000 cohetes eran disparados en lo que llamaron Operación Diluvio Al Aqsa.  

Era, dijeron, una respuesta a la profanación durante las semanas precedentes de la sagrada mezquita de Jerusalén por parte de colonos judíos ultraortodoxos, así como los asesinatos de niños, estudiantes, mujeres y ancianos en Jerusalén y Cisjordania.

La magnitud de aquella operación no tenía precedentes. Jamás podrá el primer ministro Netanyahu y sus adictos políticos, militares y del tenebroso sistema de espionaje sionista librarse de la humillante derrota sufrida ese día. ¡Los sorprendieron durmiendo! Todo el aparato de inteligencia propio y aliado fue incapaz de detectar la señal de la rebelión de los oprimidos de Gaza.

Tampoco la célebre «Cúpula de Hierro», el famoso sistema de defensa coheteril antiaéreo israelí, fue capaz de detener el Diluvio… de más de 5 000 misiles lanzados desde Gaza sobre las posiciones militares y asentamientos judíos, incluidos Tel Aviv, Rishon LeZion y Bat Yam.

Netanyahu tampoco podrá sobrevivir a la captura por parte de los combatientes de Hamás de más de 200 prisioneros de guerra, civiles y militares, que Tel Aviv llama rehenes, llevados a Gaza y para un posible canje por los centenares de presos políticos palestinos, niños, mujeres y hombres, que se pudren en las cárceles por rechazar el ilegal despojo de sus tierras.

Las filmaciones de los cientos de palestinos que rompieron las barreras de seguridad en Gaza, son una bofetada inolvidable, histórica, a un régimen que se vanagloria de su superioridad.

La propia prensa israelí puso de relieve el poderoso impacto político de la sublevación palestina. Netanyahu se vio obligado a convocar a la oposición y formar un gabinete de unidad para conducir lo que calificó como una guerra para borrar del mapa a Hamás, una venganza apocalíptica. Pero sus días en el Gobierno están contados.

Ni siquiera pudo acercarse a las familias de los civiles o militares capturados a dar el pésame, a sabiendas de que sería repudiado. El jefe de los servicios de espionaje fue mucho más objetivo y reconoció: «Yo soy el culpable».

El Gobierno israelí emprendió desde entonces masivos bombardeos aéreos y artilleros sobre Gaza, en una guerra de tierra arrasada que casi dos semanas después ha desplazado más de un millón de civiles, mientras el territorio quedó privado de electricidad, combustibles, agua, alimentos y medicamentos, ni siquiera para primeros auxilios, generando una crisis humanitaria sin precedentes.

Varios hospitales ya habían sido bombardeados y personal médico asesinado, cuando el 18 de octubre unas 500 personas murieron en el hospital Ahli Arab, regido por la iglesia bautista.

La alarma mundial, reflejada en masivas manifestaciones en diversas ciudades del mundo incluyendo Washington, Nueva York y Texas, al igual que en París, Berlín, Londres y Ámsterdam —cuyos gobiernos prohibieron apoyar a los palestinos— reclamaban el fin de los bombardeos indiscriminados a barrios densamente poblados, campamentos de refugiados, escuelas y hospitales. Sin embargo, por segunda ocasión Estados Unidos vetó una resolución propuesta por Brasil en el Consejo de Seguridad de la ONU que demandaba a Israel «una pausa humanitaria» —ni siquiera un cese del fuego— para permitir la entrada en Gaza de alimentos y medicinas requeridos con urgencia, tras 12 días de bloqueo total. La representante de Washington dijo que vetaría la Resolución porque no incluía «el derecho de Israel a defenderse».

La embajadora estadounidense Lindan Thomas Greenfield volvió a repetir la acusación a Hamás como el agresor y demandó que fuera condenado por iniciar un ataque «no provocado», como repite el Gobierno de Israel en pose de víctima inocente.

En realidad, el alzamiento del pueblo palestino asestó un duro golpe a los planes de Estados Unidos de reducir el repudio árabe desde que se autoproclamó independiente el 15 de mayo de 1948, lo que desató una guerra de despojo, verdadera limpieza étnica que arrojó al exilio en ese momento a más de 700 000 palestinos, un éxodo conocido como la Nakba o Catástrofe.

La administración se encontraba enfrascada por estos días en concluir gestiones dirigidas a romper el aislamiento de la entidad sionista mediante el establecimiento de relaciones diplomáticas, comerciales y de cooperación tecnológica con otros estados árabes, dejando a un lado el reclamo palestino de su derecho a un Estado independiente y soberano a cambio de la paz.

Alarmado por semejante debacle diplomática y política, imposible de ocultar, el presidente Joe Biden viajó a Tel Aviv para patentizar el respaldo incondicional al aliado estratégico en Oriente Medio, pero al propio tiempo poner bajo control el desatino de Netanyahu y sus aliados de la extrema derecha ultraortodoxa que han acentuado el régimen de apartheid racista y podría provocar una escalada de guerra de consecuencias imprevisibles en la región.

En su precipitado viaje, con el que buscaba destacarse como aliado fiel de la entidad sionista —en un claro mensaje al lobby judío norteamericano, de influyente poder financiero y electoral— Biden aseguró a los israelíes un paquete de ayuda «sin precedentes». Por otra parte prometió una ayuda de 100 millones a la Autoridad Nacional Palestina, en un evidente intento de dividir y disuadir el amplio respaldo popular a una rebelión que volvió a oxigenar una lucha de más de 100 años contra el terror, el despojo de tierras, el saqueo y hasta la privación del derecho al aire que respiran.

Los movimientos y contactos diplomáticos de otras potencias influyentes en la región como Irán, Arabia Saudita, Turquía, Rusia y China coincidieron en dar la máxima prioridad a la catástrofe humanitaria en puertas que ocurriría si Israel —con el apoyo de Washington—  ejecuta su anunciada operación terrestre para liquidar a Hamás. Por el contrario procuran con firmeza evitar un agravamiento de las hostilidades.

La intrépida acción armada de Hamás se compara hoy con la revuelta árabe de 1916-1919 que derribó desde adentro al Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, una victoria que fue escamoteada por Gran Bretaña al erigirse en potencia mandataria en Palestina.

Fue aquella pretensión latente en 1917, cuando Londres requería de apoyos como los de la banca judía europea lo que aprovechó luego para prometer al movimiento sionista su apoyo a la creación de «un hogar» judío en Palestina, un territorio habitado por una población árabe nativa durante siglos, y que daría origen al conflicto actual.

Un genocidio continuado

La historia reciente de los sucesos en los territorios ocupados por Israel también desmiente la acusación a Hamás de emprender «una agresión no provocada».

Desde la toma de control en Gaza por Hamás en 2007 (que se produjo después de su victoria en las primeras elecciones democráticas palestinas del año anterior) Israel ha llevado a cabo numerosas operaciones militares en las que fueron asesinados y heridos millares de civiles inocentes. Basta un breve recuento.

La Operación Plomo Fundido, a finales de 2008, provocó la muerte de más de 1 300 palestinos. La Operación Pilar de Nube en 2021 provocó la muerte de más de 100 civiles palestinos. En 2014, la Operación Margen Protector, de 50 días de duración, se saldó con más de 2 000 palestinos asesinados, 70 por ciento de ellos civiles.

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