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Con Bolívar, esperando a un invitado

Una calle de piedras entre las esquinas de San Jacinto a Traposos lleva al viajero hasta la puerta misma desde donde saldría al futuro, en las piernas de un niño, la entereza de América

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— Mirando la misma estatua que vieron aquellos ojos hace casi 138 años, uno tiene que preguntarse si José Martí sabría que a solo 600 metros de los árboles altos y olorosos ante los que lloró, estaba la casa donde había nacido el hombre pequeño de cuerpo al que los ojos le relampagueaban y las palabras se le salían de los labios. Si, como parece, ignoraba el detalle, sería mucho mejor, porque tal vez eso le ahorró el desencanto de enterarse que el mismísimo presidente Antonio Guzmán Blanco —quien después tendría a bien pedirle al cubano que abandonara el país— había comprado cinco años antes la vivienda natal de El Libertador y le daba un uso bochornosamente comercial.

En eso cavila este cronista, sin quitar el alma del camino, mientras anda bajo un fresco chorro de sol rumbo a la casa de Bolívar. Al cabo, una calle de piedras entre las esquinas de San Jacinto a Traposos lo lleva hasta la puerta misma desde donde saldría al futuro, en las piernas de un niño, la entereza de América.

La familia de Simoncito vivió allí hasta 1792, cuando murió la madre, María de la Concepción. Juan Vicente, el padre, lo había hecho seis años antes, de manera que con nueve años el muchacho quedó totalmente huérfano y la casona del siglo XVII fue adquirida por un pariente llamado Juan de la Madriz, quien luego haría la venta a Guzmán Blanco. Con los años, más de un dueño y colecta pública mediante, el inmueble fue donado al Estado por la Sociedad Patriótica y se inició un programa de restauración que condujo a la entrada del público en 1921. El resto es admiración.

El cuarto hijo de la pareja nació la noche del 24 de julio de 1783, en una cama similar a la de caoba que, protegida por una cinta, los visitantes contemplan a distancia.

Casi desprovista de piezas originales, la casa contiene lo esencial: el espíritu de una época y de un hombre. Al margen de que pertenecieran a familias diversas, muebles de aquellos años componen la escena en que un niño de pelo ensortijado arreglaba el mundo con una espada de madera.

La casa es una galería con cuadros de Arturo Michelena y Martín Tovar y Tovar, pero, sobre todo, de Tito Salas, quien no solo recreó pasajes esenciales de El Libertador, sino que se dio el gusto de incluirse a sí mismo —que había nacido 104 años después que su homenajeado— como un invitado en el cuadro que eterniza el bautizo de Bolívar. 

La capilla familiar incluye el banco de la Catedral en que los Bolívar escuchaban la misa, así como un retablo de la iglesia de San Francisco, donde el 14 de octubre de 1813 el guerrero recibió el título de Libertador. Pasadas su sala mayor y sus alcobas se sale al patio central, donde aún verdea el cedro más que bicentenario bajo el cual, según se dice, aquel niño inquieto recibió clases de sus maestros Fray Francisco de Andújar, Andrés Bello y Simón Rodríguez.

Afuera, está la pila donde el bebé fue bautizado a los seis días de nacido, en la catedral de Caracas.

En un segundo patio se aprecia la antigua fuente de agua para los caballos, antesala a su vez de la caballeriza, donde se palpa el único segmento de piso original: una estrecha lengua de piedras de río, colocadas de canto.

Nutriendo el pecho, uno solo lamenta no haber podido leer la crónica que nuestro Martí hubiera estampado de pasar por allí, con su eterno saco negro y su corazón lleno de ternura, pero acaso entiende esa falta al percatarse de que el mismo Simón Bolívar terminó con el lugar en enero de 1827, durante su última estancia en Caracas.

La velada tomó una deriva melancólica. Invitado a cenar por la familia Madriz, El Libertador fue solo, vestido de civil. Lo sentaron cerca de su recámara natal, lo cual lo emocionó sobremanera, le sacó un discurso y hasta lágrimas. Ya estaba herido de penas: en las palabras del brindis no vislumbró años dichosos para él ni para su causa.

Al rato, recorrió callado toda la casa. De seguro, cabalgó mentalmente en caballo real y en caballo de palo hasta la orilla misma de su existencia, dialogó con los suyos y con lo suyo para volver de repente a los días duros de la madurez. Volvió del paseo sentimental, recompuso su ánimo, se despidió cortésmente de los Madriz y traspasó para siempre aquella puerta no atravesada por Martí a la que otro cubano ha llamado siglos después, buscándolos a ambos.

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