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La Libertadora

Bolívar le pidió «un encuentro apasionado». Manuelita marchó a su lado; vendrían separaciones y regresos en medio de la guerra, pero nunca la ruptura

Autor:

Enrique Milanés León

El Mariscal Antonio José de Sucre, titán que el 24 de mayo de ese año de 1822 acababa de vencer en Pichincha, hablaba constantemente a Manuela Sáenz sobre la grandeza de El Libertador. Quito era una fiesta a la espera del invitado de honor; Manuelita, una joven patriota que simplemente anhelaba ver de cerca a su ídolo de la soberanía. 

El 16 de junio entraba Simón Bolívar a la ciudad. La muchacha contaría en su Diario de Quito la caída de un aguacero de pétalos sobre el desfile. Manuelita lanzó una corona de rosas y laureles, pero esta no cayó frente al caballo, sino en el pecho del jinete. El guerrero elevó la vista y vio recogerse los brazos de la joven, pero en lugar de enfadarse la saludó con su sombrero pavonado y sonrió.

Se verían esa noche. Manuela se disculpó por su disparo florido: «Si todos mis soldados tuvieran esa puntería, yo hubiera ganado todas las batallas», dijo el héroe, que la invitó a bailar. Fueron el centro de dos contradanzas, un minué y un vals que, según escribió Manuela en su diario, «…nos hizo muy románticos». No había qué hacer: ella, una infeliz casada, ya se sentía libre de amar de veras; él, justamente El Libertador, estaba preso en su corazón. 

El amor patas arriba: él le habló de la capacidad del baile para «preparar una estrategia de guerra» sentimental; ella, de artes militares. Él trajo en su ayuda a Virgilio y a Horacio, ella replicó con citas de Tácito y Plutarco. De repente, Simón se lanzó al ataque: le pidió «un encuentro apasionado». Manuela marchó a su lado a la hacienda El Garzal, donde todo comenzó. Vendrían separaciones y regresos en medio de la guerra, pero nunca la ruptura.

La coronela salvó al General el 25 de septiembre de 1828 al evitar que enfrentara al grupo que pretendió asesinarlo. Entretuvo a los complotados mientras él saltaba a la calle. Cuando Simón regresó, le concedería el más importante de los títulos: «¡Tú eres La Libertadora de El Libertador!».

El 8 de mayo de 1830 se vieron por última vez. Él había renunciado a la presidencia y dejaba la capital colombiana, obligado por los ataques a su persona. Estaba ella en Guaduas cuando se enteró de la muerte del amado, ocurrida el  17 de diciembre de ese año. Expulsada del país, terminó viviendo en Paita, puerto peruano que daba el último adiós a barcos balleneros rumbo a los gélidos mares antárticos.

Murió a los 58 años, el 23 de noviembre de 1856, por una epidemia de difteria. Su casa fue quemada y su cuerpo, incinerado, pasó al olvido en fosa común, hasta que mucho después fue hallada en el cementerio de Paita una placa: «Aquí yacen los restos de Manuela Sáenz».

Hugo Chávez y Rafael Correa la rescataron: el 5 de julio de 2010, un cofre con tierra de Paita fue instalado en el Panteón Nacional de Venezuela. Fue ascendida póstumamente a Generala de División del Ejército Nacional Bolivariano. Se cumplían las ansias escritas tras la última separación de los enamorados: «Ven para estar juntos. Ven, te ruego», pedía él; «Te alcanzaré pronto, mi amor», prometía ella.

Era y es Manuelita Sáenz, la mujer que una vez inspiró a Simón Bolívar el «acta» más hermosa que pueda escribirse de una reunión oficial:

«Manuela: Llegaste de improviso, como siempre. Sonriente. Notoria. Dulce. Eras tú. Te miré. Y la noche fue tuya. Toda. Mis palabras. Mis sonrisas. El viento que respiré y te enviaba en suspiros. El tiempo fue cómplice por el tiempo que alargué el discurso frente al Congreso para verte frente a mí, sin moverte, quieta, mía…

«Utilicé las palabras más suaves y contundentes; sugerí espacios terrenales con problemas que resolver mientras mi imaginación te recorría; los generales que aplaudieron de pie no se imaginaron que describía la noche del martes que nuestros caballos galoparon al unísono; que la descripción de oportunidades para superar el problema de la guerra, era la descripción de tus besos. Que los recursos que llegarían para la compra de arados y cañones, era la miel de tus ojos que escondías para guardar mi figura cansada, como me repetías para esconder las lágrimas del placer que te inundaba. (…)

Mañana habrá otra sesión del Congreso. ¿Estarás?».

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