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«Un cachito pa’ vivir» en Kosovo

Autor:

Luis Luque Álvarez

Si quiere entrar a la Unión Europea, Serbia tiene que arreglar sus asuntos con Kosovo. Es la fórmula «palo o zanahoria», en versión de la canciller federal alemana Ángela Merkel, quien días atrás se lo dejó saber a las autoridades serbias. Según esta lógica, el bloque comunitario no puede darse el lujo de trasladar hacia su seno un foco de conflicto territorial, si bien en 2004 aceptó a la República de Chipre, que aún no ha solucionado su diferendo con la parte turca de la isla.

Ah, pero hay 60 000 serbios que viven en cuatro municipios del norte de Kosovo, y están a merced del arbitrio de la mayoría albanokosovar en esa provincia serbia, convertida, por capricho de algunas potencias, en otro «país». Trazar otra línea sería necesario para garantizarles un espacio propio a ellos, que le siguen reconociendo la autoridad a Belgrado.

Solo que «el mapa ya está decidido», según ha dicho el segundo de Merkel y jefe de su diplomacia, Guido Westerwelle, quien remachó así la negativa de Berlín a una nueva partición territorial en los Balcanes, cuando medios de prensa especulan con una nueva frontera, ahora dentro de la provincia serbia.

Hace poco, Westerwelle les hizo el favor a los albaneses de Kosovo —quienes ostentan el Gobierno— de darse una vuelta por allá. Que un ministro del país más rico de Europa pase a tomarse un té, da cierto «caché» y prestigio a los anfitriones, sin importar que sobre algunos de ellos, como el «primer ministro» Hashim Thaci, pesen acusaciones de haber participado, durante y después de la guerra de 1999, en el asesinato de ciudadanos serbios para traficar con sus órganos.

Sin embargo, vale recordar que el «apoyo» de la UE a la decisión de Pristina de ir por la libre, no es ni mucho menos unánime. Westerwelle se tiró la foto con Thaci, pero eso no trastorna la postura de países como España, Chipre, Rumanía, Grecia y Eslovaquia, que no reconocen la «estatidad» de la provincia serbia; ni tampoco las de China y Rusia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, quienes no santificarán con su voto el nacimiento de un nuevo país si es, ¡como ha sido!, resultado del innecesario despojo de otro.

Pero se puede ir más adentro en la idea del «mapa decidido» y en la «intangibilidad» de la frontera unilateral de los albanokosovares. La única «intangibilidad» de las fronteras europeas quedó consagrada en el Acta Final de Helsinki, de 1975, para garantizar la paz duradera en un continente que por siglos fue un ring boxístico. Según el texto, los límites de los países solo serían alterados con el consentimiento de las partes implicadas, como sucedió en Checoslovaquia: checos y eslovacos se sentaron a negociar, pactaron las condiciones y se separaron. Todos contentos, y ni un solo tiro.

Con Serbia no fue así: a Belgrado se le impuso el desgarramiento de una provincia donde la cultura nacional tenía su cuna. Tras la agresión de la OTAN en 1999 para detener la limpieza étnica contra los albanokosovares —los serbiokosovares eran, al mismo tiempo, objeto de masacres por parte de paramilitares de origen albanés, pero de eso no se hablaba—, EE.UU. y sus aliados tenían claro que el territorio no volvería a ser serbio. Así, la minoría albanokosovar ejercería «soberanía» en Kosovo, donde es mayoritaria, y EE.UU. se llevaría su trocito, instalando allí la que es su mayor base en Europa: Camp Bondsteel.

Razonemos entonces: si a la OTAN le preocupó el bienestar de la minoría albanokosovar en Serbia, ¿por qué no habría de preocuparle la de la minoría serbiokosovar en Kosovo? Si para la «paz» de aquellos entendió que se le podían desgajar 11 000 kilómetros cuadrados a Serbia, ¿no se les podría dar ahora a los serbios del norte de Kosovo «un cachito pa’ vivir»? En definitiva se trata de solo cuatro municipios en los que son mayoría.

¿Seguro, Frau Merkel y Herr Westerwelle, que no se puede hacer un pequeño esfuerzo?

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